martes, 8 de julio de 2014

Línea Amarilla


Otro día más de camino al trabajo, bajo los escalones que dan al andén. Hay personas esperando, tres minutos para que llegue el metro. Saco mi móvil, nada nuevo, son las ocho menos cuarto, he dormido poco pero estoy acostumbrado. Busco con la mirada un asiento en el que sentarme a esperar; no hay: son pocos y están ocupados. Oigo un ruido de un tren lejano, se amplifica, el túnel se ilumina y el vehículo aparece veloz por las vías. Se detiene, abre las puertas, la gente sale, los que estaban sentados se levantan. Intento entrar pero una persona con un carrito de bebé se interpone en mi camino, espero a que pase primero, para cuando llego al vagón ya no hay asientos libres. Me apoyo en una barra, me tocará ir de pie otra vez. Ocho paradas, un transbordo, dos paradas y llego. No parecía mucho cuando lo hice el primer día. Ahora, la rutina se vuelve desoladora. No estoy acostumbrado a este medio de transporte.


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Cuando llego me entero de que alguien se ha caído a las vías. Hay personal del metro sacándole, es un hombre de mediana edad de aspecto ordinario. El tren no llega hasta que no haya peligro para nadie, la gente del andén lo comentan entre ellos. Noto con curiosidad cómo estas personas que no se conocen encuentran en la muerte un tema interesante del que hablar. Las puertas del vagón se abren, encuentro sitio y me apodero de él. Esta vez las ocho paradas las pasaré cómodo.

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Nada más bajar me encuentro a mí mismo recordando la escena de ayer, y no puedo evitar pensar en la insensatez de lanzarse a las vías cuando aún quedan minutos para que el metro llegue. Me pregunto si lo que querría esa persona era morir, y dejo la mente en blanco durante unos momentos. El tren chirría al hacer su aparición. No he encontrado respuesta, y no me molestaría hallarla. El interior del vagón está prácticamente vacío, y lo considero extraño. Me siento, miro a mi derecha y dejo que se pierda la mirada hacia el final del alargado pasillo. Allí es donde encuentro la otra persona viajando conmigo en el mismo vehículo. Él me mira desde la distancia, y me resulta familiar. Se está tocando la oreja igual que lo hago yo. No distingo bien sus rasgos, pero se parece a mí. Cuando pierdo el interés, él lo pierde también. Ocho paradas más tarde, me levanto para apearme en mi estación. Muy poca gente ha subido o bajado en el trayecto, miro hacia el final del pasillo, y la persona que vi antes sigue allí. También se ha puesto de pie, y se agarra a la barra del mismo modo que lo estoy haciendo yo. Se parece mucho a mí. Cuando salgo le busco en el andén para fijarme mejor en él pero no le veo. Pensaba que había salido. Camino a lo largo del vagón para verle desde fuera, no está por ninguna parte.

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De nuevo un día de trabajo, llego a la estación de metro, me dispongo a bajar por las escaleras hasta el andén pero algo llama mi atención: el ascensor, nunca he bajado en él. Decido que esta es una buena ocasión para usarlo, monto y doy al botón. A través de las paredes de cristal negro, descubro que el ascensor no se está moviendo hacia abajo, sino horizontalmente. Pego el rostro al cristal, trato de ver a través de él, apenas distingo los carriles por los que se mueve. Se detiene en su destino, se abre la puerta y estoy en el andén, pero no he descendido en absoluto. Me siento confuso y la persona delante de mí se da cuenta. Doy varias vueltas sobre mí mismo, miro a las escaleras, me acerco a ellas, las subo. El ascensor está en la planta de abajo, pero no he bajado. Llamo al botón, y aparece a los pocos segundos. Oigo al tren llegar pero sigo desorientado. Rechazo volver a montarme en el ascensor, me alejo de él y bajo por las escaleras, el andén está vacío y el metro ya en movimiento. Lo observo alejarse por el túnel. Aún no salgo de mi asombro, me toca esperar al siguiente así que camino a lo largo del andén y me siento en un banco. El que más alejado está del ascensor.

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Un día más ahí abajo, mirando con la mente vacía a las vías del tren. Me fijo en que entre ellas hay rejillas que dan a un suelo más profundo. Está oscuro, puede que sea la suciedad, puede que no. Poco a poco me aproximo a la línea amarilla que delimita la zona segura de la que supone un peligro para los que esperan. El sonido del tren aproximándose debería sacarme de mis cavilaciones, pero no lo hace. Sé que pronto hará acto de presencia en esas vías, y de repente pienso que no me importaría saltar. Lo que hay más abajo de las rejillas me está llamando. Algo sale de ellas. Parece humo negro, serpenteante. El metro cruza por delante de mi vista a escasos centímetros y se posiciona en el andén, devolviéndome a la realidad. Entro por la puerta y me quedo de pie durante el trayecto. Si había algo más allá de la rejilla o sólo fue mi imaginación es algo que no sé. Llevo dos paradas aguardando mi destino cuando me percato de algo: hay otras seis personas en el vagón, y a ninguna le veo la cara. Todos ellos están dándome la espalda, incluso los que van sentados. Trato de mirarle el rostro a alguien a través del reflejo en el cristal, pero sólo veo sombra. No entiendo nada. Me quiero bajar. En la siguiente estación me apeo sin pensármelo, y me quedo a esperar al siguiente tren.

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Dos días más tarde, me encuentro a mí mismo en el mismo andén, esperando al mismo metro. Procuro no mirar al ascensor. Procuro no mirar a las rejillas del andén. Procuro no mirarle a la cara a nadie, y es difícil porque está repleto de gente. Desvío la mirada de las vías aunque mi vista alcanza a distinguir algo moviéndose por ellas. Subir al tren es una tarea complicada, apenas hay espacio libre y no puedo evitar establecer contacto físico con otros viajeros. Procuro no mirar a nadie, pero alguien habla detrás de mí. Todos los días son iguales, ¿verdad?, me dice el hombre. Llegar aquí, esperar, coger el metro, salir de aquí… Ojalá algo cambiara hoy. El tipo parece que me habla a mí directamente, así que no puedo hacer mucho por ignorarle. Me doy la vuelta y le digo, sí, ojalá algo cambiara alguna vez. Pero detrás no hay ningún hombre, sino una joven que me observa con cara de extrañeza. ¿Qué?, me dice. A su lado no hay hombres tampoco. Me fijo bien. Otra joven a su lado con una niña en brazos, una mujer de mediana edad delante de mí, una señora mayor sentada. No hay ningún hombre en el vagón. Me llevo las manos a la cabeza y me pregunto si me estoy volviendo loco. Estoy seguro de que oí a un hombre. Trato de relajarme y aguanto el viaje hasta mi transbordo. Subo escaleras, atravieso pasillos, bajo escaleras, y vuelvo a introducirme en el andén. Esta vez voy solo. Dos paradas y ya estoy. Me levanto del asiento y pulso el botón para abrir las puertas del vagón. Justo antes de bajarme, la misma voz masculina se dirige a mí alto y claro: todo cambiará muy pronto. Me permito asustarme y me doy la vuelta con rapidez. No hay nadie. ¡No hay nadie! Salgo corriendo. Nadie en el andén. Nadie en las escaleras. Nadie en ninguna parte.

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Me da miedo ir al trabajo. Me cojo un taxi. Me cobran tanto dinero que no puedo permitírmelo ningún día más.

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No hay combinación de autobuses, debo regresar al metro. Trato de mantener la compostura mientras atravieso los tornos, bajo al andén y aguardo a mi tren. Nada sucede por el momento, lo agradezco, pero tengo el corazón palpitante. Cinco minutos para que llegue. La mirada se me va automática hacia las rejillas entre las vías. No hay humo, ni sombra, nada sale de ellas. Aparto la vista convenciéndome de que no ocurre nada malo. El metro llega. No ocurre nada. La gente es normal, tienen rostros, hay hombres y mujeres. Nadie me habla al oído. Me relajo y efectúo el trasbordo con normalidad. El siguiente tren va un poco más vacío, me siento y fijo la mirada en el cristal. El vehículo atraviesa los negros túneles con sinuosa quietud. Pienso que todo va bien, pero el tren se tambalea, se oye un ruido sordo, piedras siendo machacadas por las ruedas. Una lluvia de sangre viscosa se adhiere al metro por fuera, acompañado de pequeños trozos de organismo. Abro la boca pero no sale ningún grito. Nadie se ha dado cuenta. ¿Nadie? El metro acababa de atropellar a alguien en el túnel. Nadie se había fijado, nadie lo había oído, ¿nadie? El tren se detiene sólo unos instantes más tarde en mi estación. Estoy temblando, me levanto pero las piernas me palpitan. Camino al exterior, siento pánico de observar cómo será el aspecto del vagón por fuera. Pero no puede ser, no hay nada. No hay sangre, ni vísceras, sólo una pared de vagón sucia. No comprendo absolutamente nada, digo en voz alta. Lo comprenderás, contesta una voz de mujer. No quiero mirar hacia el lugar del que procede la voz. Sé que no habrá nadie. Estoy perdiendo la cabeza, pero soy capaz de entender el patrón de los acontecimientos. Entiendo que existe algo ahí abajo que quiere que me vuelva loco.

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Llego al subterráneo. Sé que sucederá algo. Lo sé, puedo sentirlo. No hay nadie esa mañana en el andén, y ni siquiera me preocupa. Sé que ya no es el momento de hacer que pierda la compostura. Las rejillas de entre los andenes, pienso, hay algo bajo ellas. Humo. Me aproximo, y el humo se intensifica, sale de entre las rendijas e invade mi suelo. Pronto, toda la estación se ve envuelta en hollín, limitando mi visión. Las rendijas se contraen sobre sí mismas y se hacen a un lado, mostrándome el interior. El humo se aparta creando el camino para llegar hasta el hueco; debo bajar a las vías. Obedezco, y me asomo por el agujero, unas escaleras descienden en la negrura. Bajo por ellas con cuidado, no veo nada enfrente de mí, sólo el siguiente peldaño. Me doy la vuelta para mirar el lugar del que procedo, pero es inútil, se ve tanto hacia arriba como hacia abajo. Escalón a escalón, me doy cuenta de que llevo mucho tiempo descendiendo y que nunca se acaban. Noto que la escalera desciende en caracol, y que al fondo empieza a distinguirse un resplandor. Es agua negra que ocupa hasta donde la vista alcanza. Me detengo cuando los escalones se introducen en el pozo, no sé qué ocurrirá ahora. Aguardo, hasta que la superficie se ondula. Un tentáculo negro hace acto de presencia, y una voz habla por toda la cavidad. En lo más profundo del océano negro, hasta la luz muere, dicen las voces de hombre y mujer que había escuchado en el metro con anterioridad, mezcladas y hablando al unísono. Un cuerpo brillante surge de entre las aguas, acompañado de más tentáculos retorciéndose sobre el cielo negro. Gracias a la tenue luz que surge de algún punto en la caverna observo una superficie viva llena de rostros. Estoy ante la cara del terror. Mis piernas fallan por completo, le pregunto quién es. Incluso aquí abajo, eres incapaz de distinguir lo que es real de lo que no, me dicen las voces, soy el desconocido, el dios hundido, el que yace delirando, el olvidado, el de los muchos rostros y el de ninguno. Abre una gigantesca boca que separa en dos los rostros de los que se compone su cuerpo. La muerte está muy cerca, ¿deseas unirte a mí? Me pregunta, mostrando varias hileras de colmillos que ocupan todo mi limitado campo de visión. ¿Es que acaso aguarda mi respuesta? La oscuridad se cierra al mismo tiempo que sus fauces de locura.

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La mañana siguiente amanece con la noticia en el periódico de un hombre que saltó a las vías justo cuando el metro estaba a punto de llegar, perdiendo la vida en el acto. Le gente se arremolina en el lugar del suceso. La ocasión prefecta para elegir a una nueva víctima.

jueves, 13 de marzo de 2014

nº8 ( El extraño )




Se llevó las manos a la cara, de la que procedía un dolor indescriptible. Se las retorció, tocó la carne ardiendo, notó cómo le llovían lágrimas, e introdujo una mano casi entera en la boca. Todos y cada uno de los dientes le estaban matando silenciosamente, por lo que trató de arrancárselos, pero se detuvo cuando comprendió que lo que realmente le dolían eran los ojos, así que se llevó las uñas a las cuencas, sólo para descubrir que no tenía uñas. Abrió los párpados empapados y trató de observarlas pero sólo contempló una neblina oscura; cerró las manos en un puño, notó el dolor de la carne en donde debería tener las uñas, las abrió en medio de un alarido. Se las llevó a la cabeza y se agarró con fuerza de las orejas, puede que para intentar acallar los gritos. Intentó mover el resto del cuerpo para protegerse la cabeza, y entonces comprendió que posiblemente no era buena idea tratar de desplazar ningún miembro. Los pies, pensó en medio de los gritos, los pies. Trató de mirárselos, pero siguió sin ver nada más que luces difusas. Se los tocó como pudo, tampoco tenía uñas, como pudo averiguar, pero era algo más. La unión del pie derecho con la pierna, el talón, le ardía por dentro, así que se lo sujetó con fuerza, pero también era el izquierdo, así que se lo agarró también con la otra mano. También las muñecas le dolían, soltó sus talones y se llevó cada mano a cada una, mientras las voces seguían gritándole cosas. Se golpeó con fuerza las orejas, ordenó, suplicó que se callaran, apretó la mandíbula hasta que se hizo aún más daño, tenía el pecho a punto de romperle en llamas.
Cuando notó un calor abominable trató de mirar de nuevo a su cuerpo pero no sólo no vio nada, sino que la luz le cegó esta vez. Era fuego, pensó, le estaba quemando. Le quemaba el pecho, y no le importó. Ni siquiera le dolió. Las voces le gritaban que era mejor morir a seguir sufriendo así. Se entregó a las llamas, dejándose caer sobre sí mismo, sintió el frío suelo contra su pecho y el fuego se apagó. Gimió de desesperación, el calor, la luz se habían desvanecido. Lloró tumbado boca abajo, notando cada oleada de dolor como si fuera una nueva; seguían gritándole, y gritó él para que se callaran, pero no salió ninguna palabra, sólo una voz ronca que le lastimó la garganta, volvió a doblarle y tosió y salió de su boca una sustancia caliente que fue a parar al suelo. Las voces, comprendió, no estaban ahí fuera, sino que vivían dentro de él, en su cabeza. Se incorporó a duras penas, había algo detrás de él, una pared helada, se apoyó contra ella y dejó de intentar calmarse ninguna parte del cuerpo. Ahora trataba de escuchar mejor las voces de su cerebro, qué le decían, y sólo pedían a gritos ayuda.
Se golpeó la cabeza, callaos, pensaba. Nadie podía ayudarles, él no podía ayudarles. ¿O no era una única persona? Los chillidos tenían todo tipo de registro, parecían mujeres, hombres, niños. ¿Qué sería él? ¿Un hombre, un niño? ¿Una mujer? Algo le indicó que sólo tenía que mirarse hacia abajo para comprobarlo, así que volvió una vez más a intentar abrir los ojos. Otra vez la neblina oscura empapada de lágrimas. Se llevó los dedos sin uñas al rostro y procuró limpiárselos, irritándose más. Abrió la boca para tomar aliento, porque la nariz estaba empezando a obstruírsele, y se la agitó con fuerza, tanta que por poco sintió cómo se la arrancaba. Se obligó a sí mismo a utilizar los ojos y fijó su mirada en algún punto en el infinito. Lloriqueó dolorido al tiempo que sus ojos comenzaban a enfocar un muro negro por encima de él, salpicado de pequeños puntos de luz que le molestaban. Luego movió con dificultad la cabeza y observó dónde estaba. No tenía la más remota idea de qué significaba nada de lo que veía, pero tampoco le importaba demasiado, lo único que deseaba era que el dolor se detuviera, desapareciera, de vez en cuando algún punto en concreto de su cuerpo dejaba de molestar, pero tan sólo eran unos segundos hasta que volvía con más intensidad que nunca, y le hacían retorcerse sobre sí mismo. Cuando quiso darse cuenta volvía estar tirado en el suelo, llorando, respirando por la boca como un bebé.
Se miró su cuerpo, estaba desnudo y pringoso. Los pies fue lo más sencillo de contemplar, a lo lejos, con diez manchas rojas al término de cada dedo en donde las uñas estaban ausentes. Las voces le dejaron espacio para pensar, ¿y si se las había arrancado alguien? ¿O algo? No entendía por qué nadie iba a hacerle semejante cosa. Tenías las piernas como dos gusanos blancos, adoptando posiciones extrañas desparramadas por el suelo. Le brillaban como si estuvieran recubiertas de baba, fue a tocárselas, pero un pinchazo de dolor en el hombro le hizo retractarse. Fue entonces cuando reparó en su órgano sexual, ahí muerto contra el suelo. Se lo tocó con la otra mano, pero lo único que sintió fue dolor, dolor, y más dolor, en la junta del pene con el cuerpo, en las caderas, en las rodillas, en los codos, por todas partes. Se dejó resbalar por la pared fría hasta el suelo, y se miró el tronco. Parecía una masa de carne blanca brillante, se palpó y retiró parte de la viscosidad. Notó varias carencias que le resultaron extrañas, como en el vientre o en el pecho, y en su lugar encontró con que entre los pectorales tenía la piel abrasada, temió tocárselo pero lo cierto es que eso en concreto no le producía dolor. Por último, hizo el esfuerzo de mirarse las manos, y algo dentro de sí se retorció al contemplar los dedos sin uñas que seguían matándole de daño. Sintió ganas irreprimibles de vomitar, se giró hacia un lado y escupió un chorro semitransparente de lo más hondo de la garganta. Lloró con más fuerza. Vomitó una segunda vez y siguió llorando hasta que no pudo más, se dejó caer, cerró los ojos y se desvaneció.

La siguiente vez que abrió los ojos estaba en un lugar diferente. Era sencillo darse cuenta incluso con los ojos cerrados, porque lo único que notaba era frío. El viento helado le pegó de lleno en la piel desnuda y se retorció tratando de protegerse. Había alguien a su lado, mirándole, percibía su olor a rancio, y comprendió que estaba al aire de la noche, en una calle estrecha de suelo húmedo y mal pavimentado. Allí no era donde se había despertado la primera vez, recordó. Aunque el dolor persistía, se alivió al comprobar que había aminorado; también las voces en su cabeza eran más débiles. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Quién se había molestado en moverle de un sitio de otro?
La persona que tenía a su lado musitó algo incomprensible. Alzó la mirada y vio a una mujer mayor agachada junto a él. Se remangó la chaqueta apolillada que llevaba se dejó ayudar por ella a ponerse de pie, pero casi no sabía caminar. Le arrastró hasta una puerta, abrió con una llave y entraron dentro de una casa en la que hacía aún más frío. La anciana se marchó en cuanto le hubo tumbado en el suelo.
- Has ido a parar al peor rincón del mundo. No salgas de la casa hasta que yo te lo diga. Y tápate, anda. – acertó a comprender.
Cerró la puerta, y se quedó solo sobre una alfombra polvorienta. Cayó en la cuenta de a qué se refería la vieja, y se llevó las manos inconscientemente a la entrepierna, tratando de ocultarse pese a que no había nadie a la vista. Se incorporó con dificultad, su visión había mejorado y ya no le costaba tanto enfocar los objetos. Estaba en una habitación cuadrada con un estrecho ventanuco en la pared de detrás por la que se colaba la luz de la casa contigua, y otra ventana enrejada al lado de la puerta que daba a la calleja. Respiraba con dificultad. Las paredes estaban desconchadas, y sólo había un par de muebles a la vista, una mesa y un sofá cubierto de mugre. Apoyó todo el peso de su cuerpo sobre las manos e hizo un esfuerzo por contener el dolor mientras estiraba las piernas y se apoyaba sobre ellas, intentó caminar pero para lo único que sirvió fue para caerse de bruces contra la pared, se golpeó uno de sus dedos y notó todo el dolor penetrante de las uñas mutiladas, profiriendo un gemido de dolor.
La vieja no regresó. Seguía dolorido, pringoso y se sentía desprotegido. Tenía la piel sucia de haber yacido en el suelo de la calle, y estaba congelándose de frío, necesitaba algo con lo que cubrirse. Examinó su pecho, y recordó que antes la piel entre el pecho estaba carbonizada, pero ahora no parecía sufrir mal alguno, estaba lisa y blanca igual que el resto. Caminó apoyándose contra la pared hasta el pasillo, que daba a tres habitaciones, una cocina con diversos muebles arrancados, un cuarto de baño y un dormitorio con un colchón tirado en el suelo. El dormitorio también daba a la calle, puesto que tenía otra ventana enrejada por la que entraba una débil luz de farola. Se apoyó contra el marco de la puerta e intentó entrar, pero los pies le fallaron y resbaló hacia un lado, cayendo contra el lavabo del cuarto de baño. Alguien le devolvió la mirada desde el espejo.
- ¡Agh! – cubrió el reflejo con una mano.
Se llevó la otra al rostro, se pasó la palma por el mentón, la boca, la nariz, los ojos, el cráneo. Se miró de nuevo, y unos ojos enrojecidos le devolvieron la mirada de temor.
-¡Ah! – gritó, su voz sonó más clara, pero más grave - ¡Ah, ah, ah! – acompañó cada alarido con un golpe contra el cristal del espejo, hasta que éste se rompió.
El lavabo se llenó de pedazos rotos, y un reguero rojo le resbaló desde los nudillos hasta el codo. Observó su brazo derecho, hilos de sangre empañaban lo que parecía ser un dibujo negro en la cara interior del antebrazo, entre el codo y la muñeca. Se lo tocó con la otra mano, no parecía simple suciedad, y descubrió que en efecto la tinta estaba dentro de la piel. Incluso en aquellas condiciones, reconoció la clase de símbolo que representaba: el número ocho.
Estaba llorando otra vez. ¿Quién, qué era? ¿Una persona, un número? ¿Por qué estaba solo? No comprendía por qué todo le dolía tanto, por qué se sentía tan mal, tan triste, no comprendía por qué vivía, ni por qué tenía consciencia de estar vivo. Algo dentro de su cerebro, puede que las voces que le gritaban, le convencían de que no era necesario de que continuara con esto. Era tan fácil como coger otro cristal roto y seguir sangrándose el cuerpo hasta que no aguantase más y muriese.
Pero no tenía fuerzas ni para eso. Las voces volvían a elevarse como ecos, aullando dentro de su cabeza, y el dolor volvió a punzarle por todas partes. Cayó al suelo de azulejos y se quedó allí, acurrucado sobre sí mismo, durante minutos, horas, no era capaz de contar el tiempo, puede que hasta se quedara dormido.

La mañana llegó casi sin darse cuenta, y él se despertó como si en realidad nunca hubiera dormido. El dolor persistía más que nunca, se llevó las manos a la cabeza que parecía a punto de estallar. Se arrastró con dificultad hacia el plato de ducha que había varios palmos más allá y se sentó sobre la fría baldosa. Sin pensarlo, abrió el grifo de la ducha, y un chorro de agua marrón le cayó sobre los hombros, helada igual que el viento que anoche le había golpeado en el callejón. Estaba tan débil que permitió que aquella agua mugrienta y fría le cubriera entero, hasta que, misteriosamente, comenzó a salir transparente. La baba resbaladiza que le había cubierto entero empezó a escurrirse desagüe abajo, así con la mugre y los restos de la sangre seca de su brazo; se frotó con energía el lugar en el que tenía el ocho tatuado, pero evidentemente no desapareció ni un ápice. Sería el número ocho para siempre.
Cuando cerró el grifo tiritaba con violentos espasmos. Se esforzó por levantarse y salir del cuarto de baño, y anadeó con dificultad hasta el dormitorio, en cuyo colchón se sentó. A pesar de que tenía aspecto de llevar allí siglos acumulando polvo, fue grato apoyarse sobre una superficie blanda. Allí permaneció, encogido sobre sí mismo, tratando de entrar en calor. Reparó en su mano derecha, la que había golpeado contra el espejo, la sangre ya se había ido, pero tampoco quedaba ni rastro de la herida. Los nudillos estaban en perfecto estado, igual de blancos que el resto de sus huesudas manos desprovistas de uñas.
La luz entraba tímidamente al cuartucho, iluminando las motas de polvo en suspensión. Hacía frío, se abrazó a sí mismo e intentó entrar en calor, tenía los dedos a punto de congelarse, y tiritaba con violencia. Empezó a dolerle los laterales de la cabeza, al lado de las orejas, a causa del frío, pero luego el dolor no dudó en extenderse por todo el cráneo como una plaga. Se cubrió la cabeza sin pelo con los brazos, y al hacerlo dejó el pecho sin protección y lo lamentó. Necesitaba ponerse ropa, cayó en la cuenta.
Transcurridos unos instantes, venció el temor y el frío y se puso en pie, alcanzando de una torpe zancada el viejo armario que tenía en frente. Al abrirlo se le cayó el alma a los pies; allí no había nada, salvo polvo y más polvo. Lanzó un gemido de disgusto y se volvió contra el colchón. Lo pateó con fuerza varias veces, únicamente consiguiendo que el dolor de cabeza le palpitara en las sienes, haciéndole creer que pronto se partiría por la mitad. Además, los muñones de las uñas del pie habían comenzado a sangrar. Volvió a gritar y a llorar de dolor. “Basta”, le decían las voces.
- Basta – acertó a decir con una voz gutural, desconocida -, basta.
¿Por qué él? ¿Acaso el mundo le había ignorado, justo cuando acababa de nacer? Nada tenía sentido para él. La gente no nacía así, debería ser un ser pequeño, un bebé. Él casi parecía un adulto. Y aunque un parto era doloroso, el amor de la madre siempre apaciguaba y daba calor. La suya, si es que existía, le había abandonado al frío y al dolor. ¿Por qué, por qué a él?
Se le había formado un nudo en el pecho que le hacía perder el equilibrio, por un momento pensó que iba a vomitar de nuevo, pero no fue así. Tenía ganas de llorar, aunque le escocían los ojos de tanto hacerlo. Sólo quería seguir llorando y gritar “basta”, que se acabara el dolor, que se acabase el frío.
Y tan pronto como lo deseó, el frío se esfumó. “Fuego”, pensó, había fuego justo debajo de su cuello, saliendo de su pecho, una llama delgada que le lamía la piel y la quemaba suavemente. Aquello no le dolía, incluso le parecía placentero en cierto modo; la tocó con los dedos y sintió el calor abrumándole y le abrazó, le cubrió entero, gritó más alto y lloró más fuerte, las lágrimas se evaporaban y se le llenó de ceniza la boca. Se asustó al ver que el colchón estaba en llamas también, e instintivamente intentó detener el fuego que emanaba de él. Se había prendido una esquina del polvoriento plumón y avanzaba lentamente, por lo que empezó a golpear con las manos la zona, sin conseguir nada. Sólo logró apagar la llama cuando, aterrado como estaba, se lanzó contra ella y la sofocó con su propio cuerpo. Y al apagarse, de nuevo llegó el frío y el malestar.
Se observó a sí mismo; su piel no se había quemado, seguía igual de blanca por todas partes a excepción de entre los pectorales, de donde había surgido el fuego. Allí sí estaba visiblemente chamuscada. Se quedó mirando la quemadura durante varios minutos, en silencio, y se dio cuenta cómo poco a poco comenzaba a curarse por sí sola. Por los extremos iba desapareciendo la quemazón, dejando la piel enrojecida, y al cabo de un buen rato la quemadura había desaparecido por completo. Seguía herido y congelado, pero también se sentía fascinado por lo que acababa de suceder.
- Fuego – dijo en voz alta con su voz gutural.
Pensó en la vieja. Quiso agradecerle haberle llevado hasta esa casa, aunque no sabía con seguridad cuál eran sus motivos. Buscó dentro de los cajones de la ruinosa cocina y encontró un pañuelo viejo enmohecido, que se anudó rudimentariamente a la cintura, era lo único que tenía a mano para cubrirse mediocremente antes de salir al exterior. Aguardó junto a la ventana enrejada, hasta que vio aparecer a la vieja que volvía con bolsas a su casa. Llevaba mucha prisa, así que él se apresuró también.
Abrió la puerta de su casa justo cuando ella la cerraba. Le miró escasos segundos antes de hacerle un rápido gesto de negación con la cabeza, y cerró la puerta de golpe. Él, confuso, miró a ambos lados de la calle, y al mirar calleja arriba encontró qué era lo que había asustado a la vieja.
Con estupefacción observó una procesión de personas que caminaban con lentitud pero con paso firme, vestían capas y faldones largos en colores oscuros, la mayoría se ocultaba la cabeza con una capucha, y todos sin excepción llevaban una máscara cubriéndoles el rostro. Pisaban los charcos que se habían formado en las grietas de la estrecha calle, y lo llenaban todo de barro sin importarles, caminando con paso rítmico, todos al tiempo. Ninguno miraba a ningún lado que no fuera el frente. Sus máscaras, a la luz verdosa del día, le parecieron siniestras pero también brillaban. Algunas asemejaban calaveras humanas, otras cráneos de animales, otras parecían demonios, otros sólo eran un enrejado horizontal, o simulaban llevar los orificios faciales cosidos; además, varios portaban bastones, puñales o espadas. Todos eran hombres, o eso le pareció, era difícil de averiguar. Pero lo que más le llamó la atención fue el individuo que iba en el exacto medio de la procesión. Era un gigante, o eso pensó nada más verlo, sus hombros eran descomunales, al igual que su pecho, y les sacaba como mínimo una cabeza en altura a todos los demás caminantes. Y pese a ello, se movía con completa naturalidad. Su máscara representaba una calavera de un animal con dos cuernos enormes, uno de ellos partido por la mitad.
De casualidad reparó que llevaba algo cogido en la mano con fuerza sobrehumana. Era el brazo escuálido y lleno de yagas de una mujer, con la ropa rota y un aspecto horrible, la cara fea y desfigurada por los golpes. Un reguero de excrementos le caía entre las piernas desnudas. El gigante llevaba su brazo agarrado con tal fuerza que se le estaba poniendo blanco, y ella estaba demasiado desvalida para caminar, por lo que arrastraba las rodillas y dejaba a su paso un hilillo de sangre y suciedad.
Pasó de largo y cuando la procesión llegaba a su fin, el último miembro le miró a él directamente a la cara. Era el único que no le había ignorado, pese a que seguía allí apostado en el umbral de su puerta. Su máscara era más neutral que las del resto, aún así le aterró más que todas las demás juntas, tal vez porque era diferente. Sin detenerse ni perder el ritmo en ningún momento, tomó la vara que llevaba con ambas manos y le golpeó con precisión justo bajo la nuez, luego bajo el esternón y luego en la boca del estómago.
Aquello le nubló la vista y se retorció de dolor, y cuando se quiso dar cuenta había dado con el polvoriento suelo de su casa otra vez, luchando por respirar y por contener los gritos que regresaban a su cabeza. Se llevó una mano al cuello y la otra al pecho, tosió y escupió, se dio cuenta de que el trapo que llevaba a la cintura se le había desprendido. Se quedó allí tumbado durante un buen rato, notando cómo le ardía la cabeza. Las voces empezaron a chillarle de nuevo, palabras incoherentes, pero de una cosa estaba seguro, estaban cargadas de odio y frustración. No sabía quiénes eran aquellas personas enmascaradas, pero por algún motivo que comprendía a la perfección a pesar de no ser capaz de explicarlo, sabía que merecían sufrir tanto o más que él.
La ira le nubló en aquel momento. Agarró su trapo, se puso de pie y salió de la casa tapándose como pudo. El frío le pegó de lleno en torso y la cara, calle abajo la procesión había desaparecido ya de su vista, puesto que las casas se torcían y el estrecho camino era de todo menos regular. Empezó a caminar a trompicones esquivando charcos de barro y pilas de basura amontonada. Las calles se bifurcaban hacia todos los sentidos, y no se veía un alma; trató de seguir en línea recta hasta que escuchó voces. Eran voces estridentes y masculinas en gran parte, procedentes de unas calles más atrás. Se aproximó con cautela hacia el origen, una casucha igual que las demás, pero con la puerta más grande, dentro de la cual se había metido toda la gente.
- ¿Dónde se fue el Minotauro?
Siguieron risas y exclamaciones. Él se situó frente a la puerta, estaba entreabierta pero veía con claridad que eran los enmascarados quienes estaban adentro. Algunos se habían quitado los antifaces, y no vio por ningún lado al gigante.
- Se marchó a buscarse a otra. Dice que ya se aburrió de esta.
- Normal – exclamó la voz de una mujer – Fue a darle por el culo y la puerca se cagó encima.
Se encendió de ira. Entonces dejó a su instinto actuar, y comprendió que, al hacerlo, la llamarada de su pecho se disparó sola, derrumbando la puerta, desquiciándola de un estallido de fuego. Vio la habitación, considerablemente grande para lo que parecía desde fuera, abarrotada de personas que se habían quedado estupefactas.
- ¡A por él! – gritó alguien y varios alzaron sus armas blancas contra él.
Él les respondió con una llamarada que salió de las palmas de las manos, les prendió fuego a las togas y éstos gritaron a la vez que se revolvían por intentar sacárselas. No comprendió por qué ganó el control de la situación de aquella manera, pero en un momento había tres personas en llamas como había cinco, seis, nueve, de pronto toda la habitación estaba prendida. Todo su cuerpo emitía fuego por todas partes, las manos, los pies, el torso o la espalda, era fuego viviente. Sus fogonazos tenían tanta fuerza que muchos de ellos morían aplastados contra la pared o al chocar contra otros. Sus máscaras se habían quedado incrustadas en la cara. Se apagó a sí mismo pero comprobó fascinado que toda la estancia era una hoguera gigante, las llamas se extendían con una rapidez pasmosa e inundaron el techo y las habitaciones adyacentes; oyó a varias personas morir entre sus últimos gritos. Vislumbró veinte, o puede que más cuerpos enteros negros, esparcidos aquí y allá. Su trapo se había deshecho en un montón de cenizas y volvía a estar desnudo, pero no le molestaba porque estaba envuelto en calidez. Caminó descalzo entre el hollín que se estaba acumulando en el suelo, las llamas no le hacían daño, a excepción de su pecho que se había calcinado en el primer fogonazo. No importa, se curará, pensó. Entró a la habitación que había a la derecha, un dormitorio desastrado, en el que las llamas se extendían por la techumbre de madera. Un ascua incandescente cayó sobre las mantas y se prendieron fuego al instante.
Se dejó embelesar por la visión. Nunca había visto nada tan hermoso, aunque era cierto que nunca había visto nada hermoso en absoluto. Oyó un lamento a un lado de la cama. Se acercó cauteloso, y encontró allí a la mujer que el gigante había arrastrado por toda la calle. Estaba acurrucada en la esquina, apretándose las rodillas sangrantes contra sí misma.
- Lindo, no me hagas daño. – suplicó ella, llorosa – Te puedo hacer lo que quieras, lindo. No me hagas daño.
Se levantó lo que quedaba de su vestido y le mostró sus partes sin dejar de llorar. Él apartó la mirada para evitar verlo, y dio de frente contra uno de los enmascarados. El último de la procesión, el que le había pegado con la vara sin meditación unos momentos atrás, el de la máscara aterradora y neutral. Se quedaron mirándose el uno al otro, rodeados de fuego y acompañados por los lamentos de dolor de la mujer.
- ¿Quién eres? – preguntó. A pesar de su máscara, el terror en su voz era palpable.
Recapacitó. ¿Quién era?
- No lo sé. – contestó con sinceridad.
El enmascarado movió la cabeza.
- Dime tu nombre, dímelo – quería sonar amenazador, pero no lo conseguía – ¿Ocho? – el extraño miraba su brazo.
- Sí, ocho. – contestó.
Si algo sabía sobre sí mismo, era que su número era el ocho.
- ¿Ese es tu nombre? ¿Número ocho?
Recapacitó unos segundos. Luego le miró a su máscara neutral y le puso la palma de la mano sobre su pecho.
- No es un nombre. Es un número.
Proyectó con fuerza una llamarada que le atravesó y le prendió fuego desde dentro, y le vio caer muerto al suelo varios metros atrás. Se acercó hasta él mientras el calor le consumía desde las entrañas, y le vio morir entre espasmos, entonces se agachó, le retiró la capucha de la cabeza y buscó el mecanismo de apertura de la máscara. Se la quitó sin dificultad; su rostro era el de un hombre corpulento que llevaba sin afeitarse una semana, y su expresión era de terror y dolor, pero no le importó lo más mínimo porque en cuestión de minutos estaría igual de calcinado que los cuerpos del resto de sus compañeros.
Miró la máscara. No podía soportar mirarse al espejo, no toleraría que nadie le observara la cara e intentara averiguar quién era, si ni tan siquiera él lo sabía, así que se la puso y sujetó con fuerza. A partir de ahora nadie, salvo él, lo querría saber.

martes, 14 de enero de 2014

Curiosidades Woweras, parte I.

Ya que mis compañeros de hermandad me consideran una auténtica "loremaster" o maestra cultural del transfondo de World of Warcraft, voy a compartir algo de mi sabiduría en este blog para que esté al alcance de todos y no sólo de los afortunados oyentes del ventrilo.
Otra de las agradables lecturas only for woweros que espero os resulte muy interesante.

Cosas que asustan

Comienzo este recorrido por los mundos fantásticos de World of Warcraft haciendo una recopilación de los elementos más escalofriantes que me he ido encontrando por el mundo. Cadáveres ocultos, psicofonías, fantasmas torturados... ¿Quieres saber más? ¡Sigue leyendo!

- Las Criptas de Karazhan:

Esta zona oculta situada en el subsuelo de la torre de Karazhan parece ser una de las muchas zonas que Blizz dejó a medio construir. Su propósito se mantiene desconocido, puede que fuera un proyecto de mazmorra que quedó sin terminar, puede que fuera una zona de misiones, o puede que directamente no fuera nada. En cualquier caso, representa al menos para mí, una de las zonas más terroríficas del WoW:
Al ser una zona a medio desarrollar, su entrada está prohibida, pero explotando una serie de bugs un mago o un lock puede acceder a ella con facilidad.
Consta de una sala inicial con una tumba en la que se escuchan latidos de corazón que aumentan de volumen a medida que te acercas a ella ( ¿Es posible que el enterrado siga vivo? ), y en esa misma sala, un agujero negro que lleva a nadie sabe dónde. Si te atreves a bajar por él, te llevarás una desagradable sorpresa al descubrir que vas a parar a un montón de cadáveres, y que tú irremediablemente morirás al llegar a ellos debido a la caída.
Otra de las zonas interesantes de esta cripta es la cámara de los pecadores boca-abajo, en la que se encuentra sumergidos en una piscina una ingente cantidad de cadáveres, sujetados por cadenas a los pies.
Es, sin duda, la cripta más grande de todo el juego, si queréis pasar un mal rato podéis intentar acceder a ella y deleitaros con esta zona incompleta que Blizzard, por motivos desconocidos, decidió mantener en el secreto.

Aquí un vídeo:



- Los secretos de Lordaeron:

Todos conocemos Lordaeron, o al menos, lo que queda de ella; es un paseo obligado para entrar en la porción inferior de la ciudad en la que se asienta Entrañas, hasta ahí a nadie le resulta extraño nada. Pero si miramos, y sobretodo, escuchamos atentamente lo que esta ruinosa ciudad mantiene entre sus muros, puede que nos llevemos una sorpresa.
En la sala del trono, si subimos el volumen de los altavoces y tenemos un mínimo conocimiento del inglés, podemos escuchar a Arthas susurrarle a su padre Terenas la frase "Succeeding you, father", palabras que le dijo antes de matarle con su propia espada. Incluso si miramos al suelo podemos descubrir un pequeño rastro de sangre perteneciente al Rey.
Caminando hacia afuera, en el pasillo antes del campanario, podemos escuchar a la muchedumbre ovacionar a Arthas en su llegada, e incluso comprobar cómo los pétalos marchitos que le lanzaron siguen ahí, en el suelo.
En el campanario, a pesar de que no hay nadie allí y de hecho una de las campanas está caída en el suelo, también se escucha el repicar de las mismas, otra de las muchas reminiscencias a la llegada de Arthas después de su transformación.

Pero lo más increíble, y seguro que muy poca gente ha descubierto esto, es que si salimos al patio y tenemos el bufo de detectar invisibilidad activo, nos encontramos con esto:


Los ciudadanos de Lordaeron nunca se fueron de ella.

- Los habitantes de Castel Darrow:

Otra de las ciudades abatidas por la plaga fue esta pequeña población, reinada por el castillo de los Barov, y que se fue digamos a la mierda cuando a la noble familia le dio por convertirse a la necromancia y a la magia negra. Hoy en día no queda nada en ella más que ruinas, pero si vas a ella con una esencia espectral equipada, te encuentras con esto:


Los fantasmas de los ciudadanos yendo de aquí para allá, algunos incluso vendiendo lo que tenían en vida, y preparándose para una visita de Uther el Iluminado. Pero ellos están muertos, y Uther también, y parece que nadie se ha dado cuenta. ¿No es triste?


- El fantasma de Ricole Nichie:

A estas alturas, raro es el jugador que no conozca quién es la famosa Haris Pilton de la taberna de Shattrath.
Pero, ¿acaso alguien sabe de la existencia de esta otra muchacha fantasmal que permanece a su lado?

Se trata de Ricole Nichie, la cual sólo es visible para los Priests con el abalorio necesario para completar la cadena de quests de la Benediction / Anathema. Espeluznante.


- El camino a la Gloria:

Este detalle es solo accesible mediante las quests de la zona de la Alianza, así que si eres hordo te tocará vivir en la ignorancia. Así que os traigo aquí este pequeño detalle:


El camino que separa en dos la Península de Fuego Infernal, y que va desde el Portal Oscuro hasta la Ciudadela, está pavimentado con los huesos de los draenei que los orcos viles masacraron antes de la apertura del portal.


- Los niños de Villadorada:

Estos seis niños se encuentran en el piso superior de la casa más alejada de Villadorada, situados en forma de pentágono, en silencio y sin moverse. Hay quien sostiene que se trata de una tétrica referencia a Viernes 13. Lo cierto es que puede pillar por sorpresa a cualquiera que pase por ahí.
Además, de vez en cuando hacen una ruta hacia Ventormenta, siempre situados en forma de pentágono, se quedan en las puertas, y tras un rato regresan a la villa.


Malditos niños diabólicos.


- Los cadáveres de Romeo y Julieta:

En la mazmorra de Karazhan podemos encontrar con esta pareja de esqueletos en la primera habitación de la zona de invitados, para llegar a la cual primero es necesario limpiarla de no-muertas, banshees, súcubos y demás mujeres infernales.
Uno de los cadáveres sostiene una botella, mientras que el otro tiene un cuchillo clavado; es una clara referencia a Romeo y Julieta:

Recordad que, además, una de las actuaciones de la ópera es la de Rómulo y Julianne.


- Los Barov y los Sarkhoff

Esta última curiosidad macabra es el resultado de haberme leído al completo la historia de Eva Sharkoff antes de comenzar la cadena de quests que te llevan al interior de Scholomance, así que el que no sepa de su existencia es porque hace las quests si leérselas.

Se trata de una pareja de sirvientes, Lucien y Eva, que sirvieron para la familia Barov durante muchos años, hasta que los nobles fueron tentados por la oferta de inmortalidad de Kel'thuzad. Ambos sobrevivieron en el interior de Scholomance siendo testigos de los horrores de la Plaga, hasta que fueron descubiertos y empleados en los experimentos de Theolen Krastinov, quien les torturó y mantuvo con vida por métodos mágicos para que su sufrimiento durara más de lo que jamás se hubieran imaginado.
Finalmente su sufrimiento terminó cuando Krastinov le entregó sus cuerpos a los no-muertos quienes los devoraron, pero sus fantasmas siguieron atrapados en el mundo de los vivos. Sólo encuentran la paz si completas la misión de quemar sus restos, que permanecen en la sala del "carnicero" Krastinov.

Si existiera un concurso anual en Azeroth de la persona más horriblemente torurada hasta la muerte, posiblemente Eva y Lucien quedarían en un buen puesto en el podio.