Mardo nunca había estado con una
chica. Tenía diecinueve años y ninguna novia a sus espaldas, sólo dos muchachas
entre sus recuerdos a quienes solo había llegado a besar torpemente en sus años
en el colegio, y otra más mayor que conoció en una fiesta y a quien le tocó una
teta. Era frustrante, ya que se hizo las rastas a los dieciséis con la idea de
que su vida sentimental sufriría un drástico cambio a mejor de ahí en adelante,
pero lo cierto era que prácticamente nada varió cuando decidió convertir sus
greñas onduladas y poco favorecedoras en trenzas compactas. Y todo esto
disfrutaba recordándoselo su primo, a quien, por cierto, le hizo caso con la sugerencia de la transformación
capilar. Él fue quien le metió en la cabeza que las niñas se peleaban por los
tíos con rastas, que así encontraría su lugar en el mundo, y le ayudarían a
definirse como persona. Un adolescente tan poco avispado como Mardo resultaba
una presa fácil para tantas maravillosas promesas.
Se las hizo en la casa de un
colega de su primo, decía ser jamaicano, y de hecho tenía una gran bandera en
el salón, pero a Mardo el tío le parecía del pueblo de al lado, y no se quitaba
esa idea de la cabeza por mucho que sus paredes olieran a pura Jamaica. Le puso
reggae, le dio de fumar y le trenzó todo el pelo en una tarde. Mardo se
encontraba terriblemente ridículo después, y culpaba a su primo por su
insistencia y a sí mismo por dejarse convencer por él. Con el paso del tiempo y
a medida que las rastas le crecieron, aprendió a convivir con ellas, a
asumirlas como parte de su identidad, e incluso a sentirse bien consigo mismo
frente al espejo.
Sus amigos, o más bien, los
amigos de su primo entre los cuales ansiaba integrarse, le tomarlo el pelo al
principio; Mardo era unos años más joven que ellos y les conocía de vista desde
hacía tiempo en el instituto. Él no bebía ni fumaba y llevaba sus estudios
correctamente al día. Y pronto aprendió que todo ello debía de cambiar para ser
aceptado en el grupo, y que las rastas sólo fueron el principio. Así que empezó
a beber. Era lo más fácil y al principio sólo consumía lo más suave que había,
como el pis que ellos llamaban cerveza, vino barato del supermercado, vermú.
Disfrutó de sus primeras y divertidas borracheras. Luego pasó a cosas de más
graduación, bebidas para mayores, a juego con los nuevos amigos que se estaba
ganando, como vodka, absenta, licor de patata. Sufrió de las siguientes y penosas
borracheras. Acababa las noches vomitando en un retrete sucio del bar más
puerco que su primo conocía, y sin que nadie le sujetara las rastas. Lo
positivo era que sus amigos le consideraban cada vez más parte de ellos, de su
selecto grupo de descarriados sociales, rebeldes. Cada noche era una victoria
para Mardo.
Empezó a fumar. Pero no tabaco,
sino esos cigarros que su primo se liaba, olían a estofado pero le dejaban la
boca sabiendo a mierda. No le gustaban al principio, pero se los fumaba igual,
caladas suaves para empezar, bocanadas largas para continuar, incluso porros
enteros llegaron a pasar por sus pulmones, causando estragos en su sistema
nervioso central. Y su primo y sus amigos cada día le querían más, le iban a
buscar, le llamaban, le invitaban y le incluían en sus fiestas.
Toda aquella corriente de sucesos
se dejó entrever en sus resultados académicos, destruyendo su moderada
trayectoria y obligándole a repetir curso en el instituto. Mardo deseó que algo
de eso hubiera tenido repercusión en su casa. Él veía cómo otros estudiantes
irresponsables eran vapuleados por sus padres y obligados a tomar decisiones
estrictas frente al jefe de estudios con respecto a sus vidas y futuros. La
madre de Mardo, por otra parte, ni se presentó en el centro el día que fue
citada para discutir la bajada de notas de su hijo. Se quedó en casa diciendo
que tenía que fregar platos, cosa que cuando el joven de rastas llegó al piso
descubrió que no había hecho.
A su madre no le importaba lo que
Mardo hiciera fuera de casa, y muchas veces tampoco le interesaba lo que hacía
dentro de ella. Su padre jamás hizo acto de presencia en su vida, por lo que su
madre nunca se sintió plenamente responsable de criar a su hijo. Mardo tenía la
sensación de que, desde el día que aquel tío preñó a su madre, ella decidió no
hacerse cargo del bebé. Le había dado por imposible incluso antes de nacer. No
le importó enseñarle nunca nada, sólo le daba de comer y hasta eso ya le
parecía excesivo. Por lo que su infancia fue infeliz. También lo fue su
pubertad, su adolescencia y su pronta juventud. No le hacía regalos por
Navidad, no celebraba su cumpleaños, no iba a verle las obras de fin de curso
al colegio, ni le llevaba a ningún sitio de vacaciones. Cuando tuvo quince años
se lo endiñó a su primo, que era el hijo que su hermana había tenido con un
desgraciado que les zurraba a los dos. Era toda la familia que les quedaba, y
Mardo y su primo tres años mayor hacían la pareja perfecta de chicos procedentes
de núcleos familiares desestructurados.
Después de cada excesiva fiesta,
Mardo regresaba a casa y se encontraba a su madre roncando entre sus papadas en
el sofá, en aquel ruinoso salón lleno de cosas y de porquería y con la tele aún
encendida. No sabía qué cadena era esa, pero siempre a partir de cierta hora lo
único que echaban era porno del rancio, y no había vez que Mardo no lo pillara
al regresar por las noches. A veces se sentaba ahí, con cuidado de no despertar
a aquella bestia desparramada, se sacaba su virgen polla y se la meneaba con
energía ignorando los ronquidos, imaginándose que cualquiera de las grotescas
actrices de la pantalla tuviera su miembro entre los labios en lugar del tronco
del negro que aparecía. Y así se pasó un verano entero y parte del otoño.
El curso siguiente comenzó con su
nueva clase, todos más pequeños que él, a partir de ese momento pasaría a
considerarse el repetidor, y la perspectiva era desoladora. Los profesores se
molestaron en hacerle sentir así nada más puso un pie en el aula. Por suerte
para él, las rastas sí tuvieron una positiva acogida entre sus nuevos e
impresionables compañeros, y también entre las chicas, hasta parecía que le
gustaba a una de ellas. Un día la profesora de historia trató de dejarle en evidencia,
te crees que vas guapo con esas pintas, le dijo con desprecio, Mardo se encogió
de hombros. Y una de las chicas aprovechó para decir en voz lo suficientemente
alta como para que él se enterara, que Flora opinaba que sí. Flora, pensó
Mardo, tenía una compañera llamada así, le sonaba, y ahora resultaba que le
consideraba guapo. Sólo pensar en ello le llenaba de satisfacción.
Las siguientes semanas del curso
se las pasó disfrutando de su nueva popularidad e indagando al respecto de la chica,
Flora; la había visto por los pasillos alguna vez, también por el patio, pero
nunca le había llamado la atención. No era el tipo de fémina que hacía volver
las cabezas, para eso ya estaban otras en el instituto. Flora era pequeña y con
pocas formas, con el pecho casi sin desarrollar, y de cara y gestos dulces,
inocentes. Tenía el pelo castaño rojizo y la nariz respingona. Era muy
trabajadora y responsable, lo cual a Mardo le parecía encantador pero al mismo
tiempo la excluía directamente de su propio y selecto círculo de amistades.
Una tarde de otoño al acabar las
clases, se encontró a sí mismo literalmente rodeado de compañeros de su clase,
hablando de quedar el fin de semana para comprar bebidas en el supermercado e
irse a beber a algún sitio. Uno de los chicos propuso el garaje de su casa para
tal ceremonia. Todos le preguntaban a Mardo qué cosas debían de comprar y
cuánto les costaría, estaban entusiasmados. Mardo también lo estaba. Había
pasado de ser el culo de los amigos de su primo, el último mono, el aprendiz, a
ser el maestro de ese grupo de crédulos compañeros de clase. De ser el más
pequeño, a ser el más mayor. Y la situación le llenaba de placer, de pronto se
sentía maduro.
Un grupo de chicas de su clase
pasó por su lado y fueron invitadas entre risas y bromas a la fiesta, entre las
cuales se encontraba Flora. Mardo no la invitó personalmente, no quería que se
le notara el interés que sentía por ella, pero aún así puso suficiente atención
como para enterarse de si ella acudiría también. Y hasta que no la vio aparecer
en el garaje aquel viernes no estuvo seguro de ello.
Flora apenas bebía nada. No como
otra de sus amigas, Anita, quien agarró una botella de licor pardo que no soltó
en ningún momento. La fiesta se desmadró en apenas minutos. Sus compañeros no
sabían beber, ninguno había experimentado apenas lo que era el estado de
embriaguez, incluso Mardo se dejó llevar por el alcohol. Trató de aproximarse a
Flora de diversas maneras, pero no era capaz de arrancar una conversación de
ella, era extremadamente tímida. Tenía un vasito entre las manos, apenas daba
uno o dos sorbos de él de vez en cuando, y no mostraba ningún signo de estar
pasándoselo bien. Lo demostró abiertamente cuando Anita vomitó en una esquina
del garaje. La noche para él terminó cuando Flora anunció que se quería marchar
a su casa, así que poco después él también decidió irse a dormir, y se largó
entre besos y palmaditas en la espalda. La coincidencia quiso encontrarles a él
y a Flora un par de calles más abajo, la joven caminaba sola en medio de la
noche oscura y ventosa.
Mardo la llamó, y se ofreció a
acompañarla. Ella aceptó, pero estaba igual de cortada que siempre, así que él
intentó romper el hielo de cualquier manera.
- ¿Dónde vives?
- En la Alfama.
Eso está pasada mi casa.
- ¿No te gustan las fiestas?
- No lo sé. Creo que no.
- ¿Has probado a beber? Tenías la
copa entera.
- Es que sabía fatal. No me gustó
nada.
No podía ser tan ingenua.
- Pero pruébalo, te gustará.
Tiene un efecto increíble, es como si todo te pareciese más divertido y te llevaras
mejor con la gente.
- Desde mi punto de vista…
Parecía que hacíais el ridículo.
Mardo se sintió estúpido, ¿así
era como le veía ella? ¿No decían que estaba coladita por él? No le daba esa
impresión, desde luego. Permitió que el alcohol tomara control de sus actos,
abrió la boca y las palabras salieron solas.
- ¿Estás pillada por mí o algo?
Ella le miró de pronto,
avergonzadísima.
- ¿Quién te ha dicho eso?
- Nadie me lo ha dicho. Lo he
imaginado yo. ¿Es cierto?
Flora siguió caminando y tardó un
buen rato en contestar.
- No sé. No te veo de esa manera.
- ¿Y cómo me ves?
- Pues… diferente del resto. Eres
el más mayor de la clase y eso. Te llevas con otro tipo de gente y haces cosas
que yo no hago.
Para Flora, Mardo era
inalcanzable. Ella le veía como el rebelde de la clase, el repetidor, el que ha
estado en fiestas, ha bebido alcohol hasta vomitar, ha fumado porros y se lleva
con gente más mayor que ellos. Si acaso le gustara, ni se planteaba tener algo
con él. Mardo no sabía cómo se sentía al respecto. Por un lado le gustaba la
idea de intimar con Flora, la chica ingenua y dulce; pero por otro, sabía que
ella nunca encajaría en su vida ni él en la suya.
Llegaron a la calle en la que
vivía Mardo, él tenía intención de pasar de largo y acompañar a Flora hasta su
casa, pero vio a un par de figuras sentadas en su portal. Era su primo
acompañado de su amigo Lucio, uno de los más faltones y maleducados. No quería
por nada del mundo que Flora interactuara con ellos, pero tampoco quería quedar
mal, así que acudió a su encuentro.
- ¡Mardo! – exclamó su primo al
verle - ¿No estabas de fiesta con los de tu clase? ¿Ya te llevas tu premio?
Él y Lucio se rieron, mirando a
Flora de arriba abajo. Mardo pudo sentir la incomodidad de ésta sin siquiera
mirarla a la cara. Sabía que no se iba a defender, y él tampoco lo iba a hacer
delante de ellos dos, así que mejor que ignorara aquello.
- ¿Qué hacéis aquí? – preguntó.
Era evidente. Beber cerveza y
liarse porros, como todas las noches
- Beber cerveza y liarnos unos
porros. ¿Quieres? – le contestó su primo, tendiéndole la botella.
Mardo la aceptó y bebió un largo
trago sin pensarlo. Le cayó en el estómago como una losa de hormigón, pero daba
igual, estaba impresionando a Flora.
- ¿Y por qué estáis aquí? –
añadió Mardo.
- Aquí se está bien. – contestó
su primo con su sonrisa desigual – Nadie viene a molestarnos, a no ser que baje
tu madre a echarnos, cosa que no creo que haga.
Él y Lucio se rieron, y para
luego fijar su atención en la chica.
- ¿No nos la vas a presentar?
Mardo hizo un gesto con desgana.
- Esta es Flora. Flora, estos son
mi primo y Lucio.
Notaba cómo el estómago demandaba
un reajuste inmediato.
- Estás muy buena, Flora. – dijo
su primo, y Lucio soltó una risotada estrambótica. Ella miró al suelo.
- ¿Te la estás tirando? –
preguntó el otro chico con la voz pastosa.
- Es una compañera de clase. –
contestó Mardo.
- ¿Pero te la tiras o no? Oye
tía, – se dirigió a la muchacha – ¿este gilipollas te trata bien? Si me entero
que no te da lo tuyo me avisas, que te lo doy yo.
Otra carcajada. Mardo hizo un
esfuerzo por reírse también, pero un aliento ácido se le atascó en pleno
esófago.
- Me voy a casa. – susurró Flora,
se dio media vuelta y se alejó caminando por la oscura acera.
- Espera... – empezó a decir
Mardo, pero ella no le oyó. Se debatió entre acompañar a su amiga o subir a su
casa y expulsar todo el contenido de su estómago en la taza del váter.
- Qué frígida, la tía. – se quejó
su primo – A esa ni agua. Para otra vez te traes a la tetuda de tu clase,
Anita. Esa sí que está cachonda.
Lucio le coreó por detrás
mientras su primo le tendía la botella de cerveza. Mardo fue a negar la
invitación, pero el cáustico aroma del interior le propinó un puñetazo en el
estómago. Incapaz de aguantarlo más, se rindió a sus funciones corporales,
acudió a la pared más cercana, apoyó la mano sobre el sucio ladrillo y
sujetándose las rastas, vomitó un chorro agrio con sabor a ginebra, acompañado
por las risas de su primo y del idiota de Lucio.
Su relación con sus compañeros de
clase se intensificó después de aquella noche, con todos salvo con Flora. No
podía decir que hubiera mejorado el trato con ella. Tampoco empeorado. No había
variado en absoluto.
Mardo trató de disculparse por
haberla dejado regresar sola, pero no tuvo el valor ni la oportunidad de
charlar con ella sin tener cerca de algún compañero o amiga. Su primo estuvo
varios días después bromeando al respecto de que fue violada por regresar sola
a casa y no lo quería contar, pero Mardo se resistía a creérselo. No le gustaba
que bromeara con esas cosas, pero no era capaz de decírselo a su primo. Todas
sus conversaciones diarias se reducían a relatos banales, fiestas, excesos. Su
anécdota de vomitar en el portal de su casa tuvo una espléndida acogida entre
sus compañeros de clase, le consideraban un héroe de la vida nocturna. Mardo
estaba empezando a cansarse de que no le vieran más que como a un mesías de la
vida del despropósito. Le copiaban su estilo, sus hábitos, su costumbre de no
estudiar, hasta sus expresiones. Empezaron a juntarse todos con el grupo de
amigos de su primo, y ahí ya no encontró escapatoria. Las resacas se le
acumulaban. Y Flora seguía sin disfrutar de su escasa compañía.
A las pocas fiestas que la tímida
chica iba, se marchaba pronto y nunca le daba oportunidad de acercarse a ella.
Rechazaba sus proposiciones de acompañarla a casa, rechazaba sus bebidas, y
rechazaba todo aquel ambiente. Lo que le dolía era que nadie reparaba en ella
nunca, cuando estaba la gente sistemáticamente la ignoraba, y cuando se marchaba
tenían que pasar horas hasta que a alguien se le ocurriera decir “¿Y Flora?”, y
entonces cayeran en la cuenta de que ya no estaba y a ninguno de ellos les
había importado. Era natural, por otra parte, si no aportaba nada ni casi se
notaba su presencia. Mientras observaba a su primo comerle la boca a Anita
mientras le restregaba grotescamente la mano por las tetas, Mardo empezó a
darse de cuenta de que esa no era la manera de aproximarse a Flora. Tenía que
cambiar de táctica por completo, abordarla de otra manera, conquistarla a su
modo.
Encontró la oportunidad una
semana más tarde, cuando ya se acercaba el invierno. Se encontraron solos en la
puerta del gimnasio esperando al profesor de educación física, que llegaría en
breves instantes, así como el resto de los compañeros. Mardo lo hizo a
propósito, sabía que Flora era casi siempre la primera en llegar por las
mañanas a la puerta del gimnasio, así que se apuró para encontrarse con ella
antes que nadie.
- Hola Flora. – saludó, sonriente
y procurando decir su nombre. Así se acercaba más a su círculo de confianza.
- Buenos días. – ella, como
siempre, educada y dulce. Pero no más con él que con el resto, y eso era lo que
tenía que cambiar.
Mardo puso en marcha su plan.
Había ensayado cómo entablar conversación con ella mucho antes, en su casa.
- Ya vi que te apuntaste a la
fiesta de este pasado sábado.
Ella se encogió de hombros,
mientras evitaba mirarle a los ojos.
- Anita me insistió.
No entendía cómo dos chicas tan
opuestamente distintas podían ser amigas.
- Y, ¿lo pasaste bien?
Flora no sabía qué responder, y
Mardo entendía perfectamente por qué. La respuesta era no, naturalmente no se
lo había pasado bien. Pero era demasiado correcta como para reconocerlo.
- Sí.
- No lo parecías. Te notaba
aburrida.
- ¿Te fijaste en mí?
- ¡Claro! – contestó Mardo,
satisfecho al ver que la conversación seguía su cauce – No me gusta verte
aburrida. La próxima vez te obligaré a que te lo pases bien. – ella bajó la
mirada y asintió, justo lo que él esperaba que hiciera – O tal vez quieres
proponer otro plan. Yo no tengo inconveniente en acompañarte a hacer otra cosa,
si lo prefieres.
Entonces Flora le miró a los
ojos. Fue una mirada breve y cargada de dudas, pero Mardo procuró mostrar su
rostro más amable y sincero con ella. No podía sonar a broma en una situación
así, o su compañera se negaría por completo.
- Vale…
Justo en aquel momento llegó el
profesor de educación física con el chándal, el chubasquero y cara de pocos
amigos. Abrió con llave la puerta del gimnasio al tiempo que murmuraba un agrio
“buenos días”.
- Si quieres quedamos después de
clase, ¿te parece bien? Y vamos a donde a ti te apetezca – propuso Mardo, y
Flora asintió con la cabeza.
Cuando terminaron las clases,
Mardo acudió al lugar en el que habían quedado, el portón de entrada al
instituto. Llegó tarde, pero lo hizo a propósito por dos razones. La primera
era que así mantenía con ella su fama de irresponsable y no aparentaba estar
demasiado interesado en su amistad, y la segunda era que de este modo aseguraba
que la gente ya se hubiera ido y así no habría nadie entorpeciendo su
encuentro. Si Flora se molestó por su impuntualidad, lo disimuló a la
perfección.
- Ya estoy. Dime, ¿qué te apetece
hacer?
Se pusieron a caminar sin rumbo.
- No sé.
Empezaban mal, pero Mardo ya
sospechaba que ella dijera algo así. Por suerte, tenía varias opciones en la
manga.
- ¿Quieres tomar algo?
- Vale – contestó, sin meditarlo
mucho.
Tenía pensado llevarla hasta una
cafetería cerca del puerto en la que servían infusiones y batidos, y el
ambiente era romántico y agradable. Perfecto para ella. Flora se sorprendió
gratamente al entrar al lugar, sobre cada mesa brillaba una velita, olía a
incienso, y las ventanas irisadas daban al mar. Se sentaron en una mesa
apartada, frente a frente; ella se pidió un batido de fresa, y él una cerveza.
- ¿Te gusta?
- Sí. El sitio es muy bonito,
nunca había estado. Y el batido está buenísimo.
Se sonrieron, ella apartó la
vista al instante.
- ¿Por qué me has traído aquí?
- Pensé que te gustaría. Nunca
veo que lo pases bien en las fiestas con los de clase, siempre te veo apartada.
Esto es más de tu estilo, ¿verdad?
- Gracias. – musitó, avergonzada
– Nadie se había fijado en mí hasta ahora.
- Eso es porque son todos
incapaces de ver más allá de las tetas de tu amiga. – a Flora le desagradó la
palabra – Si se fijaran en ti verían lo que se han perdido todo este tiempo.
- ¿Y tú sí te has fijado en mí?
- Sí. Y creo que eres una chica
fantástica. Ya sé que pensarás que no pegamos nada juntos, y bueno yo también
lo creo. He tenido que luchar contra eso hasta reconocer que realmente me
gustas. Me gustas mucho, Flora, y me da igual lo diferentes que seamos.
La muchacha se había quedado
paralizada con la boca medio abierta. Posiblemente era la primera vez que
alguien se le declaraba… Y era nada menos el peor compañero de su clase.
- Tú también me gustas a mí. –
dijo Flora con un susurro, mirando a su batido.
- ¿Sí, en serio? – Mardo no se lo
creía. No había nada en su actitud que le hubiera hecho creer que el
sentimiento era mutuo.
- De verdad. No te lo decía
porque pensaba que te ibas a reír de mí, tú y todos tus amigos.
A Mardo le entraron ganas de reír
de verdad, no podía ser tan adorable.
- Pasa de mis amigos, son todos
unos cabrones.
Ella se rió, nerviosa, frotándose
las manos con tal fuerza que parecía que fuera a crear fuego entre ellas.
- Tú eras la única razón por la
que iba a esas fiestas.
Mardo se apoyó sobre la mesa con
los codos, se acercó suavemente al rostro de su amiga y le depositó un tenue
beso en los labios. Ella se llevó la mano a la boca inmediatamente después.
- Esta es la primera vez que
alguien me besa.
Mardo se ahorró decirle que para
él también era la primera vez que besaba a alguien, una chica que le gustara de
verdad, y por iniciativa propia.
- Me alegro que haya sido yo
quien te lo haya dado.
Su cumpleaños se aproximaba.
Dieciocho. Iba a convertirse en un hombre, uno de los que toman decisiones por
sí mismos y no se dejan torear por nadie. Aunque su primo no era de la misma
opinión, y así de claro se lo dejó cuando le dijo que le estaba preparando una
sorpresa inolvidable para su fiesta. Inolvidable. Sorpresa. La experiencia le
decía que sería el regalo más desagradable que se le habría ocurrido, como
había intentado hacer otros años. Sin duda el peor fue cuando hicieron la broma
de tirar un cubo de agua con lejía por la ventana a los grupos de gente joven
que pasaban. Esperaba que la sorpresa de aquel año no implicara recibir
denuncias.
Su primo lo organizó todo, llamó
a sus amigos y a los compañeros de clase de Mardo, y quedó en que un colega
suyo le dejaba la casa para hacer el bestia en ella. Veinte personas
confirmadas. Más amigos de amigos y colegas de amigos de amigos, posiblemente
se llegaran a juntar más. Todo por Mardo, pensaba él, por mí. Algo no le sonaba
bien en toda esa ecuación, pero al menos tenía la certeza de que compartiría velada
con su encantadora nueva amiga, Flora. De sobra sabía que ella no quería ir,
pero ahora que se habían convertido en compañeros no tenía otra elección.
Además, Mardo quería dar un paso más con ella. Preguntarle si quería ser su
novia. Tal y como estaban yendo las cosas entre los dos, estaba seguro de que
la joven aceptaría, ¡y todos estarían allí para verlo!
El día de la fiesta quedó por la
tarde con su primo. Mardo se puso una camisa negra y una corbata, se encontraba
guapo así; su primo llevaba una cazadora de pana que jamás se ponía, decía que
era de su padre. Si era esa su manera de arreglarse, la respetaba.
- Vamos a buscar a Flora a su
casa. – le anunció Mardo cuando bajaban al portal de su casa – Y desde allí
vamos a la fiesta.
- Os habéis hecho muy amiguitos
ella y tú. – le dijo con sorna.
Era cierto.
- Nah, no es verdad.
- ¿Entonces te da lo mismo si le
meto fichas?
A Mardo se le revolvieron las
tripas.
- Me da igual. Pero yo pensaba
que estabas con Anita.
- Qué dices.
Eso le molestó. Si ya no estaba
con ella, tenía total libertad de intentar algo con la suya.
Llegaron hasta la casa de Flora a
las ocho en punto. Era una chalet adosado, muy estrecho, con la entrada
ajardinada. No se veía el coche de los padres, así que posiblemente estuviera
sola. Mardo le escribió al móvil que estaban afuera y se sentaron en los
peldaños del porche a esperarla.
- La gente ya está en la casa. –
dijo su primo - Espero que estés listo para tu gran sorpresa.
No lo estaba.
- Más te vale que no sea ninguna
broma pesada.
- Que no, ya lo verás. Te
encantará. – aseguraba su primo con una sonrisa. Nunca se fiaba de él cuando
sonreía.
- ¿Tiene que ver con molestar a
la gente?
- Bueno… según se mire.
Y se rió.
- Oye, ¿no tarda un poco tu
amiga?
Habían pasado veinte minutos
desde la hora, y Flora no era una chica impuntual.
- Tal vez no esté en casa. –
sugirió Mardo.
- Pero si hay luz dentro, mira.
Su primo se había levantado para
escudriñar la fachada; tenía razón, había luz tanto en el salón como en su
habitación. Mardo se extrañó y comprobó el móvil.
- No me ha contestado al mensaje.
Aparece como si no lo hubiera leído.
- Llámala.
Mardo le hizo caso y probó a
marcar su número. Varios tonos más tarde, colgó.
- No me contesta.
- ¿Probamos a entrar?
No le gustaba la idea, pero no
tenían muchas opciones. No quería llegar tarde a su fiesta de cumpleaños, pero
menos aún quería llegar sin Flora.
- Vale.
La puerta delantera estaba cerrada
a cal y canto, como era de esperar. Pero no era la única opción de la que
disponían.
- Ven por aquí. – indicó Mardo a
su primo, saltaron el seto y se colaron al jardín trasero de la casa. La cocina
también tenía luz, de hecho uno de los fogones estaba encendido.
Su primo abrió la puerta de
servicio sin ninguna dificultad, y ambos entraron al interior. Mardo observó la
cazuela que hervía al fuego, era agua, pero estaba ya casi toda evaporada.
- Qué raro. – murmuró, pero su
primo ya no estaba allí.
Le oyó gritar de sorpresa y
emoción desde el pasillo.
- ¡Mardo! ¡Ven corre, mira esto!
Su voz sonaba divertida, así que
Mardo se apresuró a ir a donde su primo le había llamado. Estaba a los pies de
las escaleras, observando a un cuerpo caído sobre la alfombra, con las piernas
dobladas en direcciones imposibles y los brazos inertes alrededor del cuerpo.
Mardo se quedó lívido al contemplar la escena.
- Qué le ha pasado. – intentó
decir, pero las palabras no salieron por su boca.
No podía comprender qué le había ocurrido
a Flora, yaciendo desnuda con una toalla sobre el cuerpo, con el rostro
contraído en una mueca de dolor y desesperación. Gimió al verle.
- ¿Te has caído? ¿Puedes moverte?
– susurró Mardo, acercándose a ella con mucho cuidado.
Flora movió el cuello casi sin
fuerzas, de lado a lado, negando. No, no podía moverse. Intentó evitar mirar su
cuerpo, brillante, aún no del todo seco, la piel tersa, los pechos pequeños, el
vello del pubis y de las piernas. No era esta la manera en la que se imaginó
ver a su amiga desnuda. Sus piernas estaban a punto de fallarle.
- Tengo que llamar… Llamar a
algo, o a alguien. A sus padres, o a una ambulancia, o… ¿Qué estás haciendo?
Su primo se había quitado su
chaqueta de pana y la había dejado caer al suelo.
- Tú qué crees.
Mardo estaba petrificado. Le
observó desabrocharse los pantalones y sacarse el miembro duro ante la
horrorizada mirada de la chica.
- Qué haces. Para, ¡para!
Le agarró del brazo cuando se
tumbó sin ningún miramiento sobre ella, separándole las piernas torcidas, pero
su primo se zafó de él.
- Apártate. Decías que no era tu
novia, ¿no?
Flora no dijo nada. Tampoco
Mardo. Se quedó allí, de pie, mirando. Después de aquello el mundo se volvió
negro, no pudo recordar nada más de lo sucedido esa noche. No recordaba la
sorpresa, no recordaba la fiesta, tampoco recordaba haber estado en ella
siquiera. Nunca volvió a saber nada más de Flora. Desapareció del instituto y
de sus vidas como un fantasma. Su familia se mudó, se cambió de número de
teléfono y se borró de las redes sociales. Era como si nunca hubiera existido.
Su primo salió indemne, nadie le denunció ni condenó sus actos. Muy poca gente
se enteró. Mardo quiso retirarle la palabra pero él, incapaz de comprender el
daño que había hecho, siguió llamándole y quedando con él como si nada. Mardo
trató de olvidarlo todo, ignorar lo pasado como hacía todo el mundo. Nadie se
puso de parte de Flora, ni siquiera su madre cuando se lo contó, quien le dijo
que fue todo culpa de ella, así que lo más natural era seguir adelante con su
vida y superarlo. Fue todo culpa de ella, se lo buscó, se lo merecía, pero era
imposible, no se lo creía. Pensara como lo pensara, sólo podía recordar la
mirada de horror paralizado en el rostro de su amiga, sus lágrimas cayendo
hasta la alfombra, mientras su cabeza se movía de arriba debajo de manera
rítmica. Daba igual cómo se lo planteara, jamás perdonaría a su primo por ello.
Un año más tarde en aquellas mismas fechas, los recuerdos le regresaron vívidos
y terribles, igual que los presenció aquella vez. Regresaron el miedo, la
humillación y el sentimiento de culpa, y regresaron sus ansias descontroladas
por hallar a Flora de alguna manera posible, y sin éxito. Fue aquella noche en
la que se puso a llorar como un bebé en la cuna, por la felicidad que le habían
robado, por la inocencia que le desgarraron a su querida amiga. Fue aquella
noche en la que miró el reloj con las manecillas detenidas, fue a parar al
suelo y se le hizo añicos. Vio su sombra moverse a destiempo. Y lo demás, pensó
Mardo en su habitación de los Canales, lo demás es historia.