jueves, 13 de marzo de 2014

nº8 ( El extraño )




Se llevó las manos a la cara, de la que procedía un dolor indescriptible. Se las retorció, tocó la carne ardiendo, notó cómo le llovían lágrimas, e introdujo una mano casi entera en la boca. Todos y cada uno de los dientes le estaban matando silenciosamente, por lo que trató de arrancárselos, pero se detuvo cuando comprendió que lo que realmente le dolían eran los ojos, así que se llevó las uñas a las cuencas, sólo para descubrir que no tenía uñas. Abrió los párpados empapados y trató de observarlas pero sólo contempló una neblina oscura; cerró las manos en un puño, notó el dolor de la carne en donde debería tener las uñas, las abrió en medio de un alarido. Se las llevó a la cabeza y se agarró con fuerza de las orejas, puede que para intentar acallar los gritos. Intentó mover el resto del cuerpo para protegerse la cabeza, y entonces comprendió que posiblemente no era buena idea tratar de desplazar ningún miembro. Los pies, pensó en medio de los gritos, los pies. Trató de mirárselos, pero siguió sin ver nada más que luces difusas. Se los tocó como pudo, tampoco tenía uñas, como pudo averiguar, pero era algo más. La unión del pie derecho con la pierna, el talón, le ardía por dentro, así que se lo sujetó con fuerza, pero también era el izquierdo, así que se lo agarró también con la otra mano. También las muñecas le dolían, soltó sus talones y se llevó cada mano a cada una, mientras las voces seguían gritándole cosas. Se golpeó con fuerza las orejas, ordenó, suplicó que se callaran, apretó la mandíbula hasta que se hizo aún más daño, tenía el pecho a punto de romperle en llamas.
Cuando notó un calor abominable trató de mirar de nuevo a su cuerpo pero no sólo no vio nada, sino que la luz le cegó esta vez. Era fuego, pensó, le estaba quemando. Le quemaba el pecho, y no le importó. Ni siquiera le dolió. Las voces le gritaban que era mejor morir a seguir sufriendo así. Se entregó a las llamas, dejándose caer sobre sí mismo, sintió el frío suelo contra su pecho y el fuego se apagó. Gimió de desesperación, el calor, la luz se habían desvanecido. Lloró tumbado boca abajo, notando cada oleada de dolor como si fuera una nueva; seguían gritándole, y gritó él para que se callaran, pero no salió ninguna palabra, sólo una voz ronca que le lastimó la garganta, volvió a doblarle y tosió y salió de su boca una sustancia caliente que fue a parar al suelo. Las voces, comprendió, no estaban ahí fuera, sino que vivían dentro de él, en su cabeza. Se incorporó a duras penas, había algo detrás de él, una pared helada, se apoyó contra ella y dejó de intentar calmarse ninguna parte del cuerpo. Ahora trataba de escuchar mejor las voces de su cerebro, qué le decían, y sólo pedían a gritos ayuda.
Se golpeó la cabeza, callaos, pensaba. Nadie podía ayudarles, él no podía ayudarles. ¿O no era una única persona? Los chillidos tenían todo tipo de registro, parecían mujeres, hombres, niños. ¿Qué sería él? ¿Un hombre, un niño? ¿Una mujer? Algo le indicó que sólo tenía que mirarse hacia abajo para comprobarlo, así que volvió una vez más a intentar abrir los ojos. Otra vez la neblina oscura empapada de lágrimas. Se llevó los dedos sin uñas al rostro y procuró limpiárselos, irritándose más. Abrió la boca para tomar aliento, porque la nariz estaba empezando a obstruírsele, y se la agitó con fuerza, tanta que por poco sintió cómo se la arrancaba. Se obligó a sí mismo a utilizar los ojos y fijó su mirada en algún punto en el infinito. Lloriqueó dolorido al tiempo que sus ojos comenzaban a enfocar un muro negro por encima de él, salpicado de pequeños puntos de luz que le molestaban. Luego movió con dificultad la cabeza y observó dónde estaba. No tenía la más remota idea de qué significaba nada de lo que veía, pero tampoco le importaba demasiado, lo único que deseaba era que el dolor se detuviera, desapareciera, de vez en cuando algún punto en concreto de su cuerpo dejaba de molestar, pero tan sólo eran unos segundos hasta que volvía con más intensidad que nunca, y le hacían retorcerse sobre sí mismo. Cuando quiso darse cuenta volvía estar tirado en el suelo, llorando, respirando por la boca como un bebé.
Se miró su cuerpo, estaba desnudo y pringoso. Los pies fue lo más sencillo de contemplar, a lo lejos, con diez manchas rojas al término de cada dedo en donde las uñas estaban ausentes. Las voces le dejaron espacio para pensar, ¿y si se las había arrancado alguien? ¿O algo? No entendía por qué nadie iba a hacerle semejante cosa. Tenías las piernas como dos gusanos blancos, adoptando posiciones extrañas desparramadas por el suelo. Le brillaban como si estuvieran recubiertas de baba, fue a tocárselas, pero un pinchazo de dolor en el hombro le hizo retractarse. Fue entonces cuando reparó en su órgano sexual, ahí muerto contra el suelo. Se lo tocó con la otra mano, pero lo único que sintió fue dolor, dolor, y más dolor, en la junta del pene con el cuerpo, en las caderas, en las rodillas, en los codos, por todas partes. Se dejó resbalar por la pared fría hasta el suelo, y se miró el tronco. Parecía una masa de carne blanca brillante, se palpó y retiró parte de la viscosidad. Notó varias carencias que le resultaron extrañas, como en el vientre o en el pecho, y en su lugar encontró con que entre los pectorales tenía la piel abrasada, temió tocárselo pero lo cierto es que eso en concreto no le producía dolor. Por último, hizo el esfuerzo de mirarse las manos, y algo dentro de sí se retorció al contemplar los dedos sin uñas que seguían matándole de daño. Sintió ganas irreprimibles de vomitar, se giró hacia un lado y escupió un chorro semitransparente de lo más hondo de la garganta. Lloró con más fuerza. Vomitó una segunda vez y siguió llorando hasta que no pudo más, se dejó caer, cerró los ojos y se desvaneció.

La siguiente vez que abrió los ojos estaba en un lugar diferente. Era sencillo darse cuenta incluso con los ojos cerrados, porque lo único que notaba era frío. El viento helado le pegó de lleno en la piel desnuda y se retorció tratando de protegerse. Había alguien a su lado, mirándole, percibía su olor a rancio, y comprendió que estaba al aire de la noche, en una calle estrecha de suelo húmedo y mal pavimentado. Allí no era donde se había despertado la primera vez, recordó. Aunque el dolor persistía, se alivió al comprobar que había aminorado; también las voces en su cabeza eran más débiles. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Quién se había molestado en moverle de un sitio de otro?
La persona que tenía a su lado musitó algo incomprensible. Alzó la mirada y vio a una mujer mayor agachada junto a él. Se remangó la chaqueta apolillada que llevaba se dejó ayudar por ella a ponerse de pie, pero casi no sabía caminar. Le arrastró hasta una puerta, abrió con una llave y entraron dentro de una casa en la que hacía aún más frío. La anciana se marchó en cuanto le hubo tumbado en el suelo.
- Has ido a parar al peor rincón del mundo. No salgas de la casa hasta que yo te lo diga. Y tápate, anda. – acertó a comprender.
Cerró la puerta, y se quedó solo sobre una alfombra polvorienta. Cayó en la cuenta de a qué se refería la vieja, y se llevó las manos inconscientemente a la entrepierna, tratando de ocultarse pese a que no había nadie a la vista. Se incorporó con dificultad, su visión había mejorado y ya no le costaba tanto enfocar los objetos. Estaba en una habitación cuadrada con un estrecho ventanuco en la pared de detrás por la que se colaba la luz de la casa contigua, y otra ventana enrejada al lado de la puerta que daba a la calleja. Respiraba con dificultad. Las paredes estaban desconchadas, y sólo había un par de muebles a la vista, una mesa y un sofá cubierto de mugre. Apoyó todo el peso de su cuerpo sobre las manos e hizo un esfuerzo por contener el dolor mientras estiraba las piernas y se apoyaba sobre ellas, intentó caminar pero para lo único que sirvió fue para caerse de bruces contra la pared, se golpeó uno de sus dedos y notó todo el dolor penetrante de las uñas mutiladas, profiriendo un gemido de dolor.
La vieja no regresó. Seguía dolorido, pringoso y se sentía desprotegido. Tenía la piel sucia de haber yacido en el suelo de la calle, y estaba congelándose de frío, necesitaba algo con lo que cubrirse. Examinó su pecho, y recordó que antes la piel entre el pecho estaba carbonizada, pero ahora no parecía sufrir mal alguno, estaba lisa y blanca igual que el resto. Caminó apoyándose contra la pared hasta el pasillo, que daba a tres habitaciones, una cocina con diversos muebles arrancados, un cuarto de baño y un dormitorio con un colchón tirado en el suelo. El dormitorio también daba a la calle, puesto que tenía otra ventana enrejada por la que entraba una débil luz de farola. Se apoyó contra el marco de la puerta e intentó entrar, pero los pies le fallaron y resbaló hacia un lado, cayendo contra el lavabo del cuarto de baño. Alguien le devolvió la mirada desde el espejo.
- ¡Agh! – cubrió el reflejo con una mano.
Se llevó la otra al rostro, se pasó la palma por el mentón, la boca, la nariz, los ojos, el cráneo. Se miró de nuevo, y unos ojos enrojecidos le devolvieron la mirada de temor.
-¡Ah! – gritó, su voz sonó más clara, pero más grave - ¡Ah, ah, ah! – acompañó cada alarido con un golpe contra el cristal del espejo, hasta que éste se rompió.
El lavabo se llenó de pedazos rotos, y un reguero rojo le resbaló desde los nudillos hasta el codo. Observó su brazo derecho, hilos de sangre empañaban lo que parecía ser un dibujo negro en la cara interior del antebrazo, entre el codo y la muñeca. Se lo tocó con la otra mano, no parecía simple suciedad, y descubrió que en efecto la tinta estaba dentro de la piel. Incluso en aquellas condiciones, reconoció la clase de símbolo que representaba: el número ocho.
Estaba llorando otra vez. ¿Quién, qué era? ¿Una persona, un número? ¿Por qué estaba solo? No comprendía por qué todo le dolía tanto, por qué se sentía tan mal, tan triste, no comprendía por qué vivía, ni por qué tenía consciencia de estar vivo. Algo dentro de su cerebro, puede que las voces que le gritaban, le convencían de que no era necesario de que continuara con esto. Era tan fácil como coger otro cristal roto y seguir sangrándose el cuerpo hasta que no aguantase más y muriese.
Pero no tenía fuerzas ni para eso. Las voces volvían a elevarse como ecos, aullando dentro de su cabeza, y el dolor volvió a punzarle por todas partes. Cayó al suelo de azulejos y se quedó allí, acurrucado sobre sí mismo, durante minutos, horas, no era capaz de contar el tiempo, puede que hasta se quedara dormido.

La mañana llegó casi sin darse cuenta, y él se despertó como si en realidad nunca hubiera dormido. El dolor persistía más que nunca, se llevó las manos a la cabeza que parecía a punto de estallar. Se arrastró con dificultad hacia el plato de ducha que había varios palmos más allá y se sentó sobre la fría baldosa. Sin pensarlo, abrió el grifo de la ducha, y un chorro de agua marrón le cayó sobre los hombros, helada igual que el viento que anoche le había golpeado en el callejón. Estaba tan débil que permitió que aquella agua mugrienta y fría le cubriera entero, hasta que, misteriosamente, comenzó a salir transparente. La baba resbaladiza que le había cubierto entero empezó a escurrirse desagüe abajo, así con la mugre y los restos de la sangre seca de su brazo; se frotó con energía el lugar en el que tenía el ocho tatuado, pero evidentemente no desapareció ni un ápice. Sería el número ocho para siempre.
Cuando cerró el grifo tiritaba con violentos espasmos. Se esforzó por levantarse y salir del cuarto de baño, y anadeó con dificultad hasta el dormitorio, en cuyo colchón se sentó. A pesar de que tenía aspecto de llevar allí siglos acumulando polvo, fue grato apoyarse sobre una superficie blanda. Allí permaneció, encogido sobre sí mismo, tratando de entrar en calor. Reparó en su mano derecha, la que había golpeado contra el espejo, la sangre ya se había ido, pero tampoco quedaba ni rastro de la herida. Los nudillos estaban en perfecto estado, igual de blancos que el resto de sus huesudas manos desprovistas de uñas.
La luz entraba tímidamente al cuartucho, iluminando las motas de polvo en suspensión. Hacía frío, se abrazó a sí mismo e intentó entrar en calor, tenía los dedos a punto de congelarse, y tiritaba con violencia. Empezó a dolerle los laterales de la cabeza, al lado de las orejas, a causa del frío, pero luego el dolor no dudó en extenderse por todo el cráneo como una plaga. Se cubrió la cabeza sin pelo con los brazos, y al hacerlo dejó el pecho sin protección y lo lamentó. Necesitaba ponerse ropa, cayó en la cuenta.
Transcurridos unos instantes, venció el temor y el frío y se puso en pie, alcanzando de una torpe zancada el viejo armario que tenía en frente. Al abrirlo se le cayó el alma a los pies; allí no había nada, salvo polvo y más polvo. Lanzó un gemido de disgusto y se volvió contra el colchón. Lo pateó con fuerza varias veces, únicamente consiguiendo que el dolor de cabeza le palpitara en las sienes, haciéndole creer que pronto se partiría por la mitad. Además, los muñones de las uñas del pie habían comenzado a sangrar. Volvió a gritar y a llorar de dolor. “Basta”, le decían las voces.
- Basta – acertó a decir con una voz gutural, desconocida -, basta.
¿Por qué él? ¿Acaso el mundo le había ignorado, justo cuando acababa de nacer? Nada tenía sentido para él. La gente no nacía así, debería ser un ser pequeño, un bebé. Él casi parecía un adulto. Y aunque un parto era doloroso, el amor de la madre siempre apaciguaba y daba calor. La suya, si es que existía, le había abandonado al frío y al dolor. ¿Por qué, por qué a él?
Se le había formado un nudo en el pecho que le hacía perder el equilibrio, por un momento pensó que iba a vomitar de nuevo, pero no fue así. Tenía ganas de llorar, aunque le escocían los ojos de tanto hacerlo. Sólo quería seguir llorando y gritar “basta”, que se acabara el dolor, que se acabase el frío.
Y tan pronto como lo deseó, el frío se esfumó. “Fuego”, pensó, había fuego justo debajo de su cuello, saliendo de su pecho, una llama delgada que le lamía la piel y la quemaba suavemente. Aquello no le dolía, incluso le parecía placentero en cierto modo; la tocó con los dedos y sintió el calor abrumándole y le abrazó, le cubrió entero, gritó más alto y lloró más fuerte, las lágrimas se evaporaban y se le llenó de ceniza la boca. Se asustó al ver que el colchón estaba en llamas también, e instintivamente intentó detener el fuego que emanaba de él. Se había prendido una esquina del polvoriento plumón y avanzaba lentamente, por lo que empezó a golpear con las manos la zona, sin conseguir nada. Sólo logró apagar la llama cuando, aterrado como estaba, se lanzó contra ella y la sofocó con su propio cuerpo. Y al apagarse, de nuevo llegó el frío y el malestar.
Se observó a sí mismo; su piel no se había quemado, seguía igual de blanca por todas partes a excepción de entre los pectorales, de donde había surgido el fuego. Allí sí estaba visiblemente chamuscada. Se quedó mirando la quemadura durante varios minutos, en silencio, y se dio cuenta cómo poco a poco comenzaba a curarse por sí sola. Por los extremos iba desapareciendo la quemazón, dejando la piel enrojecida, y al cabo de un buen rato la quemadura había desaparecido por completo. Seguía herido y congelado, pero también se sentía fascinado por lo que acababa de suceder.
- Fuego – dijo en voz alta con su voz gutural.
Pensó en la vieja. Quiso agradecerle haberle llevado hasta esa casa, aunque no sabía con seguridad cuál eran sus motivos. Buscó dentro de los cajones de la ruinosa cocina y encontró un pañuelo viejo enmohecido, que se anudó rudimentariamente a la cintura, era lo único que tenía a mano para cubrirse mediocremente antes de salir al exterior. Aguardó junto a la ventana enrejada, hasta que vio aparecer a la vieja que volvía con bolsas a su casa. Llevaba mucha prisa, así que él se apresuró también.
Abrió la puerta de su casa justo cuando ella la cerraba. Le miró escasos segundos antes de hacerle un rápido gesto de negación con la cabeza, y cerró la puerta de golpe. Él, confuso, miró a ambos lados de la calle, y al mirar calleja arriba encontró qué era lo que había asustado a la vieja.
Con estupefacción observó una procesión de personas que caminaban con lentitud pero con paso firme, vestían capas y faldones largos en colores oscuros, la mayoría se ocultaba la cabeza con una capucha, y todos sin excepción llevaban una máscara cubriéndoles el rostro. Pisaban los charcos que se habían formado en las grietas de la estrecha calle, y lo llenaban todo de barro sin importarles, caminando con paso rítmico, todos al tiempo. Ninguno miraba a ningún lado que no fuera el frente. Sus máscaras, a la luz verdosa del día, le parecieron siniestras pero también brillaban. Algunas asemejaban calaveras humanas, otras cráneos de animales, otras parecían demonios, otros sólo eran un enrejado horizontal, o simulaban llevar los orificios faciales cosidos; además, varios portaban bastones, puñales o espadas. Todos eran hombres, o eso le pareció, era difícil de averiguar. Pero lo que más le llamó la atención fue el individuo que iba en el exacto medio de la procesión. Era un gigante, o eso pensó nada más verlo, sus hombros eran descomunales, al igual que su pecho, y les sacaba como mínimo una cabeza en altura a todos los demás caminantes. Y pese a ello, se movía con completa naturalidad. Su máscara representaba una calavera de un animal con dos cuernos enormes, uno de ellos partido por la mitad.
De casualidad reparó que llevaba algo cogido en la mano con fuerza sobrehumana. Era el brazo escuálido y lleno de yagas de una mujer, con la ropa rota y un aspecto horrible, la cara fea y desfigurada por los golpes. Un reguero de excrementos le caía entre las piernas desnudas. El gigante llevaba su brazo agarrado con tal fuerza que se le estaba poniendo blanco, y ella estaba demasiado desvalida para caminar, por lo que arrastraba las rodillas y dejaba a su paso un hilillo de sangre y suciedad.
Pasó de largo y cuando la procesión llegaba a su fin, el último miembro le miró a él directamente a la cara. Era el único que no le había ignorado, pese a que seguía allí apostado en el umbral de su puerta. Su máscara era más neutral que las del resto, aún así le aterró más que todas las demás juntas, tal vez porque era diferente. Sin detenerse ni perder el ritmo en ningún momento, tomó la vara que llevaba con ambas manos y le golpeó con precisión justo bajo la nuez, luego bajo el esternón y luego en la boca del estómago.
Aquello le nubló la vista y se retorció de dolor, y cuando se quiso dar cuenta había dado con el polvoriento suelo de su casa otra vez, luchando por respirar y por contener los gritos que regresaban a su cabeza. Se llevó una mano al cuello y la otra al pecho, tosió y escupió, se dio cuenta de que el trapo que llevaba a la cintura se le había desprendido. Se quedó allí tumbado durante un buen rato, notando cómo le ardía la cabeza. Las voces empezaron a chillarle de nuevo, palabras incoherentes, pero de una cosa estaba seguro, estaban cargadas de odio y frustración. No sabía quiénes eran aquellas personas enmascaradas, pero por algún motivo que comprendía a la perfección a pesar de no ser capaz de explicarlo, sabía que merecían sufrir tanto o más que él.
La ira le nubló en aquel momento. Agarró su trapo, se puso de pie y salió de la casa tapándose como pudo. El frío le pegó de lleno en torso y la cara, calle abajo la procesión había desaparecido ya de su vista, puesto que las casas se torcían y el estrecho camino era de todo menos regular. Empezó a caminar a trompicones esquivando charcos de barro y pilas de basura amontonada. Las calles se bifurcaban hacia todos los sentidos, y no se veía un alma; trató de seguir en línea recta hasta que escuchó voces. Eran voces estridentes y masculinas en gran parte, procedentes de unas calles más atrás. Se aproximó con cautela hacia el origen, una casucha igual que las demás, pero con la puerta más grande, dentro de la cual se había metido toda la gente.
- ¿Dónde se fue el Minotauro?
Siguieron risas y exclamaciones. Él se situó frente a la puerta, estaba entreabierta pero veía con claridad que eran los enmascarados quienes estaban adentro. Algunos se habían quitado los antifaces, y no vio por ningún lado al gigante.
- Se marchó a buscarse a otra. Dice que ya se aburrió de esta.
- Normal – exclamó la voz de una mujer – Fue a darle por el culo y la puerca se cagó encima.
Se encendió de ira. Entonces dejó a su instinto actuar, y comprendió que, al hacerlo, la llamarada de su pecho se disparó sola, derrumbando la puerta, desquiciándola de un estallido de fuego. Vio la habitación, considerablemente grande para lo que parecía desde fuera, abarrotada de personas que se habían quedado estupefactas.
- ¡A por él! – gritó alguien y varios alzaron sus armas blancas contra él.
Él les respondió con una llamarada que salió de las palmas de las manos, les prendió fuego a las togas y éstos gritaron a la vez que se revolvían por intentar sacárselas. No comprendió por qué ganó el control de la situación de aquella manera, pero en un momento había tres personas en llamas como había cinco, seis, nueve, de pronto toda la habitación estaba prendida. Todo su cuerpo emitía fuego por todas partes, las manos, los pies, el torso o la espalda, era fuego viviente. Sus fogonazos tenían tanta fuerza que muchos de ellos morían aplastados contra la pared o al chocar contra otros. Sus máscaras se habían quedado incrustadas en la cara. Se apagó a sí mismo pero comprobó fascinado que toda la estancia era una hoguera gigante, las llamas se extendían con una rapidez pasmosa e inundaron el techo y las habitaciones adyacentes; oyó a varias personas morir entre sus últimos gritos. Vislumbró veinte, o puede que más cuerpos enteros negros, esparcidos aquí y allá. Su trapo se había deshecho en un montón de cenizas y volvía a estar desnudo, pero no le molestaba porque estaba envuelto en calidez. Caminó descalzo entre el hollín que se estaba acumulando en el suelo, las llamas no le hacían daño, a excepción de su pecho que se había calcinado en el primer fogonazo. No importa, se curará, pensó. Entró a la habitación que había a la derecha, un dormitorio desastrado, en el que las llamas se extendían por la techumbre de madera. Un ascua incandescente cayó sobre las mantas y se prendieron fuego al instante.
Se dejó embelesar por la visión. Nunca había visto nada tan hermoso, aunque era cierto que nunca había visto nada hermoso en absoluto. Oyó un lamento a un lado de la cama. Se acercó cauteloso, y encontró allí a la mujer que el gigante había arrastrado por toda la calle. Estaba acurrucada en la esquina, apretándose las rodillas sangrantes contra sí misma.
- Lindo, no me hagas daño. – suplicó ella, llorosa – Te puedo hacer lo que quieras, lindo. No me hagas daño.
Se levantó lo que quedaba de su vestido y le mostró sus partes sin dejar de llorar. Él apartó la mirada para evitar verlo, y dio de frente contra uno de los enmascarados. El último de la procesión, el que le había pegado con la vara sin meditación unos momentos atrás, el de la máscara aterradora y neutral. Se quedaron mirándose el uno al otro, rodeados de fuego y acompañados por los lamentos de dolor de la mujer.
- ¿Quién eres? – preguntó. A pesar de su máscara, el terror en su voz era palpable.
Recapacitó. ¿Quién era?
- No lo sé. – contestó con sinceridad.
El enmascarado movió la cabeza.
- Dime tu nombre, dímelo – quería sonar amenazador, pero no lo conseguía – ¿Ocho? – el extraño miraba su brazo.
- Sí, ocho. – contestó.
Si algo sabía sobre sí mismo, era que su número era el ocho.
- ¿Ese es tu nombre? ¿Número ocho?
Recapacitó unos segundos. Luego le miró a su máscara neutral y le puso la palma de la mano sobre su pecho.
- No es un nombre. Es un número.
Proyectó con fuerza una llamarada que le atravesó y le prendió fuego desde dentro, y le vio caer muerto al suelo varios metros atrás. Se acercó hasta él mientras el calor le consumía desde las entrañas, y le vio morir entre espasmos, entonces se agachó, le retiró la capucha de la cabeza y buscó el mecanismo de apertura de la máscara. Se la quitó sin dificultad; su rostro era el de un hombre corpulento que llevaba sin afeitarse una semana, y su expresión era de terror y dolor, pero no le importó lo más mínimo porque en cuestión de minutos estaría igual de calcinado que los cuerpos del resto de sus compañeros.
Miró la máscara. No podía soportar mirarse al espejo, no toleraría que nadie le observara la cara e intentara averiguar quién era, si ni tan siquiera él lo sabía, así que se la puso y sujetó con fuerza. A partir de ahora nadie, salvo él, lo querría saber.