Se llevó las
manos a la cara, de la que procedía un dolor indescriptible. Se las retorció,
tocó la carne ardiendo, notó cómo le llovían lágrimas, e introdujo una mano
casi entera en la boca. Todos y cada uno de los dientes le estaban matando
silenciosamente, por lo que trató de arrancárselos, pero se detuvo cuando
comprendió que lo que realmente le dolían eran los ojos, así que se llevó las
uñas a las cuencas, sólo para descubrir que no tenía uñas. Abrió los párpados
empapados y trató de observarlas pero sólo contempló una neblina oscura; cerró
las manos en un puño, notó el dolor de la carne en donde debería tener las uñas,
las abrió en medio de un alarido. Se las llevó a la cabeza y se agarró con
fuerza de las orejas, puede que para intentar acallar los gritos. Intentó mover
el resto del cuerpo para protegerse la cabeza, y entonces comprendió que
posiblemente no era buena idea tratar de desplazar ningún miembro. Los pies,
pensó en medio de los gritos, los pies. Trató de mirárselos, pero siguió sin
ver nada más que luces difusas. Se los tocó como pudo, tampoco tenía uñas, como
pudo averiguar, pero era algo más. La unión del pie derecho con la pierna, el
talón, le ardía por dentro, así que se lo sujetó con fuerza, pero también era
el izquierdo, así que se lo agarró también con la otra mano. También las
muñecas le dolían, soltó sus talones y se llevó cada mano a cada una, mientras
las voces seguían gritándole cosas. Se golpeó con fuerza las orejas, ordenó,
suplicó que se callaran, apretó la mandíbula hasta que se hizo aún más daño,
tenía el pecho a punto de romperle en llamas.
Cuando notó un
calor abominable trató de mirar de nuevo a su cuerpo pero no sólo no vio nada,
sino que la luz le cegó esta vez. Era fuego, pensó, le estaba quemando. Le
quemaba el pecho, y no le importó. Ni siquiera le dolió. Las voces le gritaban
que era mejor morir a seguir sufriendo así. Se entregó a las llamas, dejándose
caer sobre sí mismo, sintió el frío suelo contra su pecho y el fuego se apagó.
Gimió de desesperación, el calor, la luz se habían desvanecido. Lloró tumbado
boca abajo, notando cada oleada de dolor como si fuera una nueva; seguían gritándole,
y gritó él para que se callaran, pero no salió ninguna palabra, sólo una voz
ronca que le lastimó la garganta, volvió a doblarle y tosió y salió de su boca
una sustancia caliente que fue a parar al suelo. Las voces, comprendió, no
estaban ahí fuera, sino que vivían dentro de él, en su cabeza. Se incorporó a
duras penas, había algo detrás de él, una pared helada, se apoyó contra ella y
dejó de intentar calmarse ninguna parte del cuerpo. Ahora trataba de escuchar
mejor las voces de su cerebro, qué le decían, y sólo pedían a gritos ayuda.
Se golpeó la
cabeza, callaos, pensaba. Nadie podía ayudarles, él no podía ayudarles. ¿O no
era una única persona? Los chillidos tenían todo tipo de registro, parecían
mujeres, hombres, niños. ¿Qué sería él? ¿Un hombre, un niño? ¿Una mujer? Algo
le indicó que sólo tenía que mirarse hacia abajo para comprobarlo, así que
volvió una vez más a intentar abrir los ojos. Otra vez la neblina oscura
empapada de lágrimas. Se llevó los dedos sin uñas al rostro y procuró
limpiárselos, irritándose más. Abrió la boca para tomar aliento, porque la
nariz estaba empezando a obstruírsele, y se la agitó con fuerza, tanta que por
poco sintió cómo se la arrancaba. Se obligó a sí mismo a utilizar los ojos y
fijó su mirada en algún punto en el infinito. Lloriqueó dolorido al tiempo que
sus ojos comenzaban a enfocar un muro negro por encima de él, salpicado de
pequeños puntos de luz que le molestaban. Luego movió con dificultad la cabeza
y observó dónde estaba. No tenía la más remota idea de qué significaba nada de
lo que veía, pero tampoco le importaba demasiado, lo único que deseaba era que
el dolor se detuviera, desapareciera, de vez en cuando algún punto en concreto
de su cuerpo dejaba de molestar, pero tan sólo eran unos segundos hasta que volvía
con más intensidad que nunca, y le hacían retorcerse sobre sí mismo. Cuando
quiso darse cuenta volvía estar tirado en el suelo, llorando, respirando por la
boca como un bebé.
Se miró su
cuerpo, estaba desnudo y pringoso. Los pies fue lo más sencillo de contemplar,
a lo lejos, con diez manchas rojas al término de cada dedo en donde las uñas
estaban ausentes. Las voces le dejaron espacio para pensar, ¿y si se las había
arrancado alguien? ¿O algo? No entendía por qué nadie iba a hacerle semejante
cosa. Tenías las piernas como dos gusanos blancos, adoptando posiciones
extrañas desparramadas por el suelo. Le brillaban como si estuvieran
recubiertas de baba, fue a tocárselas, pero un pinchazo de dolor en el hombro
le hizo retractarse. Fue entonces cuando reparó en su órgano sexual, ahí muerto
contra el suelo. Se lo tocó con la otra mano, pero lo único que sintió fue
dolor, dolor, y más dolor, en la junta del pene con el cuerpo, en las caderas,
en las rodillas, en los codos, por todas partes. Se dejó resbalar por la pared
fría hasta el suelo, y se miró el tronco. Parecía una masa de carne blanca
brillante, se palpó y retiró parte de la viscosidad. Notó varias carencias que
le resultaron extrañas, como en el vientre o en el pecho, y en su lugar
encontró con que entre los pectorales tenía la piel abrasada, temió tocárselo
pero lo cierto es que eso en concreto no le producía dolor. Por último, hizo el
esfuerzo de mirarse las manos, y algo dentro de sí se retorció al contemplar
los dedos sin uñas que seguían matándole de daño. Sintió ganas irreprimibles de
vomitar, se giró hacia un lado y escupió un chorro semitransparente de lo más
hondo de la garganta. Lloró con más fuerza. Vomitó una segunda vez y siguió
llorando hasta que no pudo más, se dejó caer, cerró los ojos y se desvaneció.
La siguiente
vez que abrió los ojos estaba en un lugar diferente. Era sencillo darse cuenta
incluso con los ojos cerrados, porque lo único que notaba era frío. El viento
helado le pegó de lleno en la piel desnuda y se retorció tratando de protegerse.
Había alguien a su lado, mirándole, percibía su olor a rancio, y comprendió que
estaba al aire de la noche, en una calle estrecha de suelo húmedo y mal
pavimentado. Allí no era donde se había despertado la primera vez, recordó.
Aunque el dolor persistía, se alivió al comprobar que había aminorado; también
las voces en su cabeza eran más débiles. ¿Cuánto tiempo había estado
inconsciente? ¿Quién se había molestado en moverle de un sitio de otro?
La persona que
tenía a su lado musitó algo incomprensible. Alzó la mirada y vio a una mujer mayor
agachada junto a él. Se remangó la chaqueta apolillada que llevaba se dejó ayudar
por ella a ponerse de pie, pero casi no sabía caminar. Le arrastró hasta una
puerta, abrió con una llave y entraron dentro de una casa en la que hacía aún
más frío. La anciana se marchó en cuanto le hubo tumbado en el suelo.
- Has ido a
parar al peor rincón del mundo. No salgas de la casa hasta que yo te lo diga. Y
tápate, anda. – acertó a comprender.
Cerró la
puerta, y se quedó solo sobre una alfombra polvorienta. Cayó en la cuenta de a
qué se refería la vieja, y se llevó las manos inconscientemente a la
entrepierna, tratando de ocultarse pese a que no había nadie a la vista. Se
incorporó con dificultad, su visión había mejorado y ya no le costaba tanto
enfocar los objetos. Estaba en una habitación cuadrada con un estrecho
ventanuco en la pared de detrás por la que se colaba la luz de la casa
contigua, y otra ventana enrejada al lado de la puerta que daba a la calleja. Respiraba
con dificultad. Las paredes estaban desconchadas, y sólo había un par de
muebles a la vista, una mesa y un sofá cubierto de mugre. Apoyó todo el peso de
su cuerpo sobre las manos e hizo un esfuerzo por contener el dolor mientras
estiraba las piernas y se apoyaba sobre ellas, intentó caminar pero
para lo único que sirvió fue para caerse de bruces contra la pared,
se golpeó uno de sus dedos y notó todo el dolor penetrante de las uñas
mutiladas, profiriendo un gemido de dolor.
La vieja no regresó.
Seguía dolorido, pringoso y se sentía desprotegido. Tenía la piel sucia de
haber yacido en el suelo de la calle, y estaba congelándose de frío, necesitaba
algo con lo que cubrirse. Examinó su pecho, y recordó que antes la piel entre
el pecho estaba carbonizada, pero ahora no parecía sufrir mal alguno, estaba
lisa y blanca igual que el resto. Caminó apoyándose contra la pared hasta el
pasillo, que daba a tres habitaciones, una cocina con diversos muebles
arrancados, un cuarto de baño y un dormitorio con un colchón tirado en el
suelo. El dormitorio también daba a la calle, puesto que tenía otra ventana
enrejada por la que entraba una débil luz de farola. Se apoyó contra el marco
de la puerta e intentó entrar, pero los pies le fallaron y resbaló hacia un
lado, cayendo contra el lavabo del cuarto de baño. Alguien le devolvió la
mirada desde el espejo.
- ¡Agh! –
cubrió el reflejo con una mano.
Se llevó la
otra al rostro, se pasó la palma por el mentón, la boca, la nariz, los ojos, el
cráneo. Se miró de nuevo, y unos ojos enrojecidos le devolvieron la mirada de
temor.
-¡Ah! – gritó,
su voz sonó más clara, pero más grave - ¡Ah, ah, ah! – acompañó cada alarido
con un golpe contra el cristal del espejo, hasta que éste se rompió.
El lavabo se
llenó de pedazos rotos, y un reguero rojo le resbaló desde los nudillos
hasta el codo. Observó su brazo derecho, hilos de sangre empañaban lo que
parecía ser un dibujo negro en la cara interior del antebrazo, entre el codo y
la muñeca. Se lo tocó con la otra mano, no parecía simple suciedad, y descubrió
que en efecto la tinta estaba dentro de la piel. Incluso en aquellas
condiciones, reconoció la clase de símbolo que representaba: el número ocho.
Estaba
llorando otra vez. ¿Quién, qué era? ¿Una persona, un número? ¿Por qué estaba
solo? No comprendía por qué todo le dolía tanto, por qué se sentía tan mal, tan
triste, no comprendía por qué vivía, ni por qué tenía consciencia de estar
vivo. Algo dentro de su cerebro, puede que las voces que le gritaban, le
convencían de que no era necesario de que continuara con esto. Era tan fácil
como coger otro cristal roto y seguir sangrándose el cuerpo hasta que no
aguantase más y muriese.
Pero no tenía
fuerzas ni para eso. Las voces volvían a elevarse como ecos, aullando dentro de
su cabeza, y el dolor volvió a punzarle por todas partes. Cayó al suelo de
azulejos y se quedó allí, acurrucado sobre sí mismo, durante minutos, horas, no
era capaz de contar el tiempo, puede que hasta se quedara dormido.
La mañana
llegó casi sin darse cuenta, y él se despertó como si en realidad nunca hubiera
dormido. El dolor persistía más que nunca, se llevó las manos a la cabeza que
parecía a punto de estallar. Se arrastró con dificultad hacia el plato de ducha
que había varios palmos más allá y se sentó sobre la fría baldosa. Sin
pensarlo, abrió el grifo de la ducha, y un chorro de agua marrón le cayó sobre
los hombros, helada igual que el viento que anoche le había golpeado en el
callejón. Estaba tan débil que permitió que aquella agua mugrienta y fría le cubriera
entero, hasta que, misteriosamente, comenzó a salir transparente. La baba
resbaladiza que le había cubierto entero empezó a escurrirse desagüe abajo, así
con la mugre y los restos de la sangre seca de su brazo; se frotó con energía
el lugar en el que tenía el ocho tatuado, pero evidentemente no desapareció ni
un ápice. Sería el número ocho para siempre.
Cuando cerró
el grifo tiritaba con violentos espasmos. Se esforzó por levantarse y salir del
cuarto de baño, y anadeó con dificultad hasta el dormitorio, en cuyo colchón se
sentó. A pesar de que tenía aspecto de llevar allí siglos acumulando polvo, fue
grato apoyarse sobre una superficie blanda. Allí permaneció, encogido sobre sí
mismo, tratando de entrar en calor. Reparó en su mano derecha, la que había
golpeado contra el espejo, la sangre ya se había ido, pero tampoco quedaba ni
rastro de la herida. Los nudillos estaban en perfecto estado, igual de blancos
que el resto de sus huesudas manos desprovistas de uñas.
La luz entraba
tímidamente al cuartucho, iluminando las motas de polvo en suspensión. Hacía
frío, se abrazó a sí mismo e intentó entrar en calor, tenía los dedos a
punto de congelarse, y tiritaba con violencia. Empezó a dolerle los laterales
de la cabeza, al lado de las orejas, a causa del frío, pero luego el dolor no
dudó en extenderse por todo el cráneo como una plaga. Se cubrió la cabeza sin
pelo con los brazos, y al hacerlo dejó el pecho sin protección y lo
lamentó. Necesitaba ponerse ropa, cayó en la cuenta.
Transcurridos
unos instantes, venció el temor y el frío y se puso en pie, alcanzando de una
torpe zancada el viejo armario que tenía en frente. Al abrirlo se le cayó el
alma a los pies; allí no había nada, salvo polvo y más polvo. Lanzó un gemido
de disgusto y se volvió contra el colchón. Lo pateó con fuerza varias veces,
únicamente consiguiendo que el dolor de cabeza le palpitara en las sienes, haciéndole
creer que pronto se partiría por la mitad. Además, los muñones de las uñas del
pie habían comenzado a sangrar. Volvió a gritar y a llorar de dolor. “Basta”,
le decían las voces.
- Basta –
acertó a decir con una voz gutural, desconocida -, basta.
¿Por qué él?
¿Acaso el mundo le había ignorado, justo cuando acababa de nacer? Nada tenía
sentido para él. La gente no nacía así, debería ser un ser pequeño, un bebé. Él casi
parecía un adulto. Y aunque un parto era doloroso, el amor de la madre
siempre apaciguaba y daba calor. La suya, si es que existía, le había
abandonado al frío y al dolor. ¿Por qué, por qué a él?
Se le había formado
un nudo en el pecho que le hacía perder el equilibrio, por un momento pensó que
iba a vomitar de nuevo, pero no fue así. Tenía ganas de llorar, aunque le
escocían los ojos de tanto hacerlo. Sólo quería seguir llorando y gritar
“basta”, que se acabara el dolor, que se acabase el frío.
Y tan pronto
como lo deseó, el frío se esfumó. “Fuego”, pensó, había fuego justo debajo de
su cuello, saliendo de su pecho, una llama delgada que le lamía la piel y la
quemaba suavemente. Aquello no le dolía, incluso le parecía placentero en
cierto modo; la tocó con los dedos y sintió el calor abrumándole y le abrazó,
le cubrió entero, gritó más alto y lloró más fuerte, las lágrimas se evaporaban
y se le llenó de ceniza la boca. Se asustó al ver que el colchón estaba en llamas
también, e instintivamente intentó detener el fuego que emanaba de él. Se había
prendido una esquina del polvoriento plumón y avanzaba lentamente, por lo que
empezó a golpear con las manos la zona, sin conseguir nada. Sólo logró apagar
la llama cuando, aterrado como estaba, se lanzó contra ella y la sofocó con su
propio cuerpo. Y al apagarse, de nuevo llegó el frío y el malestar.
Se observó a
sí mismo; su piel no se había quemado, seguía igual de blanca por todas partes
a excepción de entre los pectorales, de donde había surgido el fuego. Allí sí estaba
visiblemente chamuscada. Se quedó mirando la quemadura durante varios minutos,
en silencio, y se dio cuenta cómo poco a poco comenzaba a curarse por sí sola.
Por los extremos iba desapareciendo la quemazón, dejando la piel enrojecida, y
al cabo de un buen rato la quemadura había desaparecido por completo. Seguía herido y congelado, pero también se sentía fascinado por lo que acababa de
suceder.
- Fuego – dijo
en voz alta con su voz gutural.
Pensó en la
vieja. Quiso agradecerle haberle llevado hasta esa casa, aunque no sabía con
seguridad cuál eran sus motivos. Buscó dentro de los cajones de la ruinosa
cocina y encontró un pañuelo viejo enmohecido, que se anudó rudimentariamente a
la cintura, era lo único que tenía a mano para cubrirse mediocremente antes de
salir al exterior. Aguardó junto a la ventana enrejada, hasta que vio aparecer
a la vieja que volvía con bolsas a su casa. Llevaba mucha prisa, así que él se
apresuró también.
Abrió la
puerta de su casa justo cuando ella la cerraba. Le miró escasos segundos antes
de hacerle un rápido gesto de negación con la cabeza, y cerró la puerta de
golpe. Él, confuso, miró a ambos lados de la calle, y al mirar calleja arriba
encontró qué era lo que había asustado a la vieja.
Con
estupefacción observó una procesión de personas que caminaban con lentitud pero
con paso firme, vestían capas y faldones largos en colores oscuros, la mayoría
se ocultaba la cabeza con una capucha, y todos sin excepción llevaban una
máscara cubriéndoles el rostro. Pisaban los charcos que se habían formado en
las grietas de la estrecha calle, y lo llenaban todo de barro sin importarles,
caminando con paso rítmico, todos al tiempo. Ninguno miraba a ningún lado que
no fuera el frente. Sus máscaras, a la luz verdosa del día, le parecieron
siniestras pero también brillaban. Algunas asemejaban calaveras humanas, otras
cráneos de animales, otras parecían demonios, otros sólo eran un enrejado
horizontal, o simulaban llevar los orificios faciales cosidos; además, varios
portaban bastones, puñales o espadas. Todos eran hombres, o eso le pareció, era
difícil de averiguar. Pero lo que más le llamó la atención fue el individuo que
iba en el exacto medio de la procesión. Era un gigante, o eso pensó nada más
verlo, sus hombros eran descomunales, al igual que su pecho, y les sacaba como
mínimo una cabeza en altura a todos los demás caminantes. Y pese a ello, se
movía con completa naturalidad. Su máscara representaba una calavera de un
animal con dos cuernos enormes, uno de ellos partido por la mitad.
De casualidad
reparó que llevaba algo cogido en la mano con fuerza sobrehumana. Era el brazo
escuálido y lleno de yagas de una mujer, con la ropa rota y un aspecto
horrible, la cara fea y desfigurada por los golpes. Un reguero de excrementos
le caía entre las piernas desnudas. El gigante llevaba su brazo agarrado con
tal fuerza que se le estaba poniendo blanco, y ella estaba demasiado desvalida
para caminar, por lo que arrastraba las rodillas y dejaba a su paso un hilillo
de sangre y suciedad.
Pasó de largo
y cuando la procesión llegaba a su fin, el último miembro le miró a él
directamente a la cara. Era el único que no le había ignorado, pese a que
seguía allí apostado en el umbral de su puerta. Su máscara era más neutral que
las del resto, aún así le aterró más que todas las demás juntas, tal vez porque
era diferente. Sin detenerse ni perder el ritmo en ningún momento, tomó la vara
que llevaba con ambas manos y le golpeó con precisión justo bajo la nuez, luego
bajo el esternón y luego en la boca del estómago.
Aquello le
nubló la vista y se retorció de dolor, y cuando se quiso dar cuenta había dado
con el polvoriento suelo de su casa otra vez, luchando por respirar y por
contener los gritos que regresaban a su cabeza. Se llevó una mano al cuello y
la otra al pecho, tosió y escupió, se dio cuenta de que el trapo que llevaba a
la cintura se le había desprendido. Se quedó allí tumbado durante un buen rato,
notando cómo le ardía la cabeza. Las voces empezaron a chillarle de nuevo,
palabras incoherentes, pero de una cosa estaba seguro, estaban cargadas de odio
y frustración. No sabía quiénes eran aquellas personas enmascaradas, pero por
algún motivo que comprendía a la perfección a pesar de no ser capaz de explicarlo,
sabía que merecían sufrir tanto o más que él.
La ira le
nubló en aquel momento. Agarró su trapo, se puso de pie y salió de la casa
tapándose como pudo. El frío le pegó de lleno en torso y la cara, calle abajo
la procesión había desaparecido ya de su vista, puesto que las casas se torcían
y el estrecho camino era de todo menos regular. Empezó a caminar a trompicones
esquivando charcos de barro y pilas de basura amontonada. Las calles se
bifurcaban hacia todos los sentidos, y no se veía un alma; trató de seguir en
línea recta hasta que escuchó voces. Eran voces estridentes y masculinas en
gran parte, procedentes de unas calles más atrás. Se aproximó con cautela hacia
el origen, una casucha igual que las demás, pero con la puerta más grande,
dentro de la cual se había metido toda la gente.
- ¿Dónde se
fue el Minotauro?
Siguieron
risas y exclamaciones. Él se situó frente a la puerta, estaba entreabierta pero
veía con claridad que eran los enmascarados quienes estaban adentro. Algunos se
habían quitado los antifaces, y no vio por ningún lado al gigante.
- Se marchó a
buscarse a otra. Dice que ya se aburrió de esta.
- Normal –
exclamó la voz de una mujer – Fue a darle por el culo y la puerca se cagó
encima.
Se encendió de
ira. Entonces dejó a su instinto actuar, y comprendió que, al hacerlo, la
llamarada de su pecho se disparó sola, derrumbando la puerta, desquiciándola de
un estallido de fuego. Vio la habitación, considerablemente grande para lo que
parecía desde fuera, abarrotada de personas que se habían quedado estupefactas.
- ¡A por él! –
gritó alguien y varios alzaron sus armas blancas contra él.
Él les
respondió con una llamarada que salió de las palmas de las manos, les prendió
fuego a las togas y éstos gritaron a la vez que se revolvían por intentar
sacárselas. No comprendió por qué ganó el control de la situación de aquella
manera, pero en un momento había tres personas en llamas como había cinco,
seis, nueve, de pronto toda la habitación estaba prendida. Todo su cuerpo
emitía fuego por todas partes, las manos, los pies, el torso o la espalda, era
fuego viviente. Sus fogonazos tenían tanta fuerza que muchos de ellos morían
aplastados contra la pared o al chocar contra otros. Sus máscaras se habían
quedado incrustadas en la cara. Se apagó a sí mismo pero comprobó fascinado que
toda la estancia era una hoguera gigante, las llamas se extendían con una
rapidez pasmosa e inundaron el techo y las habitaciones adyacentes; oyó a
varias personas morir entre sus últimos gritos. Vislumbró veinte, o puede que más
cuerpos enteros negros, esparcidos aquí y allá. Su trapo se había deshecho en
un montón de cenizas y volvía a estar desnudo, pero no le molestaba porque
estaba envuelto en calidez. Caminó descalzo entre el hollín que se estaba
acumulando en el suelo, las llamas no le hacían daño, a excepción de su pecho
que se había calcinado en el primer fogonazo. No importa, se curará, pensó. Entró a la habitación que había a la
derecha, un dormitorio desastrado, en el que las llamas se extendían por la
techumbre de madera. Un ascua incandescente cayó sobre las mantas y se
prendieron fuego al instante.
Se dejó
embelesar por la visión. Nunca había visto nada tan hermoso, aunque era cierto
que nunca había visto nada hermoso en absoluto. Oyó un lamento a un lado de la
cama. Se acercó cauteloso, y encontró allí a la mujer que el gigante había
arrastrado por toda la calle. Estaba acurrucada en la esquina, apretándose las
rodillas sangrantes contra sí misma.
- Lindo, no me
hagas daño. – suplicó ella, llorosa – Te puedo hacer lo que quieras, lindo. No
me hagas daño.
Se levantó lo
que quedaba de su vestido y le mostró sus partes sin dejar de llorar. Él apartó
la mirada para evitar verlo, y dio de frente contra uno de los enmascarados. El
último de la procesión, el que le había pegado con la vara sin meditación unos
momentos atrás, el de la máscara aterradora y neutral. Se quedaron mirándose el
uno al otro, rodeados de fuego y acompañados por los lamentos de dolor de la
mujer.
- ¿Quién eres?
– preguntó. A pesar de su máscara, el terror en su voz era palpable.
Recapacitó.
¿Quién era?
- No lo sé. –
contestó con sinceridad.
El enmascarado
movió la cabeza.
- Dime tu
nombre, dímelo – quería sonar amenazador, pero no lo conseguía – ¿Ocho? – el
extraño miraba su brazo.
- Sí, ocho. –
contestó.
Si algo sabía
sobre sí mismo, era que su número era el ocho.
- ¿Ese es tu
nombre? ¿Número ocho?
Recapacitó
unos segundos. Luego le miró a su máscara neutral y le puso la palma de la mano
sobre su pecho.
- No es un
nombre. Es un número.
Proyectó con
fuerza una llamarada que le atravesó y le prendió fuego desde dentro, y le vio caer
muerto al suelo varios metros atrás. Se acercó hasta él mientras el calor le
consumía desde las entrañas, y le vio morir entre espasmos, entonces se agachó,
le retiró la capucha de la cabeza y buscó el mecanismo de apertura de la
máscara. Se la quitó sin dificultad; su rostro era el de un hombre corpulento
que llevaba sin afeitarse una semana, y su expresión era de terror y dolor,
pero no le importó lo más mínimo porque en cuestión de minutos estaría igual de
calcinado que los cuerpos del resto de sus compañeros.
Miró la
máscara. No podía soportar mirarse al espejo, no toleraría que nadie le observara
la cara e intentara averiguar quién era, si ni tan siquiera él lo sabía, así que
se la puso y sujetó con fuerza. A partir de ahora nadie, salvo él, lo querría
saber.